sábado, 18 de julio de 2020

La serpiente de oro/Ciro Alegría

Ciro Alegría
(Huamachuco, Perú, 1909 - Lima, 1967)

La serpiente de oro
(Santiago, Chile: Editorial Nascimento, 1935, 242 págs.)

I
EL RÍO, LOS HOMBRES Y LAS BALSAS

      Por donde el Marañón rompe las cordilleras en un voluntarioso afán de avance, la sierra peruana tiene una bravura de puma acosado. Con ella en torno, no es cosa de estar al descuido.
       Cuando el río carga, brama contra las peñas invadiendo la amplitud de las playas y cubriendo el pedrerío. Corre burbujeando, rugiendo en las torrenteras y recodos, ondulando en los espacios llanos, untuoso y ocre de limo fecundo en cuyo acre hedor descubre el instinto rudas potencialidades germinales. Un rumor profundo que palpita en todos los ámbitos, denuncia la creciente máxima que ocurre en febrero. Entonces uno siente respeto hacia la correntada y entiende su rugido como una advertencia personal.
       Nosotros, los cholos del Marañón, escuchamos su voz con el oído atento. No sabemos dónde nace ni dónde muere este río que nos mataría si quisiéramos medirlo con nuestras balsas, pero ella nos habla claramente de su inmensidad.
       Las aguas pasan arrastrando palizadas que llegan de una orilla a la otra. Troncos que se contorsionan como cuerpos, ramas desnudas, chamiza y hasta piedras navegan en hacinamientos informes, aprisionando todo lo que hallan a su paso. ¡Ay de la balsa que sea cogida por una palizada! Se enredará en ella hasta ser estrellada contra un recodo de peñas o sorbida por un remolino, junto con el revoltijo de palos, como si se tratara de una cosa inútil.
       Cuando los balseros las ven acercarse negreando sobre la corriente, tiran de bajada por el río, bogando a matarse, para ir a recalar en cualquier playa propicia. A veces no miden bien la distancia, al sesgar, y son siempre cogidos por uno de los extremos. Sucede también que las han visto cuando ya están muy cerca, si es que los palos húmedos vienen a media agua, y entonces se entregan al acaso… Tiran las palas —esos remos anchos que cogen las aguas como atragantándose— y se ajustan los calzones de bayeta para luego piruetear cogidos de los maderos o esquivarlos entre zambullidas hasta salir o perderse para siempre.
       Los tremendos cielos invernales desatan broncas tormentas que desploman y muerden las pendientes de las cordilleras y van a dar, ahondando aún más los pliegues de la tierra, a nuestro Marañón. El río es un ocre de mundos.
       Los cholos de esta historia vivimos en Calemar. Conocemos muchos valles más, formados allí donde los cerros han huido o han sido comidos por la corriente, pero no sabemos cuántos son río arriba ni río abajo. Sabemos sí que todos son bellos y nos hablan con su ancestral voz de querencia, que es fuerte como la voz del río mismo.
       El sol rutila en los peñascos rojos que forman la encañada y se alzan hasta dar la impresión de estar hiriendo el toldo del cielo, pesadamente nublado a veces, a veces azul y ligero como un percal. Al fondo se extiende el valle de Calemar y el río no lo corta sino que lo deja a un lado para pasar lamiendo la peñolería del frente. A este rincón amurallado de rocas llegan dos caminejos que blanquean por ellas haciendo piruetas de bailarín borracho.
       Los caminos son angostos aquí porque los cristianos y las bestias no necesitan más para salvar las rijosas montañas familiares cuyos escalones, recodos, abismos y desfiladeros son reconocidos aun durante la noche por los sentidos baqueanos. Un camino es solamente una cinta que marca la ruta y hombre y animal la siguen imperturbablemente, entre un crujir de guijarros, haya sol, lluvia o sombra.
       El uno nace al lado del río, al pie de las peñas del frente, aceza un rato por una cuesta amarilla donde crecen frondosos árboles de pate y se pierde en la oscuridad de un abra de los cerros. Por allí vienen los forasteros y nosotros vamos a las ferias de Huamachuco y Cajabamba, llevando coca de venta o a pasear simplemente. Los vallinos somos andariegos, acaso porque el río —¡nuevo Dios!— nos plasma con el agua y la arcilla del mundo.
       El otro baja de la puna de Bambamarca, por el abra de la quebrada, cuya agua canta espejeando entre los peñascales y tiene tanta prisa como él de juntarse al Marañón. Ambos se pierden bajo el umbroso follaje del valle, entrando el camino a un callejón sombreado de ciruelos mientras el agua se reparte en las acequias que riegan las huertas y nos dan de beber. Por él llegan los indios —que lagrimean con los mosquitos hechos unos zonzos y toda la noche sienten reptar víboras como si hubieran tendido sus bayetas sobre un nidal— a cambiarnos papas, ollucos o cualquier cosa de la altura por coca, ají, plátanos y todas las frutas que aquí abundan.
       Ellos no comen mangos porque creen que les dan tercianas y lo mismo pasa con las ciruelas y guayabas. A pesar de esto y de que no están aquí sino de pasada, los cogen las fiebres y se mueren tiritando como perros friolentos en sus chocitas que estremece el bravo viento jalquino. Ésta no es tierra de indios y solamente hay unos cuantos aclimatados. Los indios sienten el valle como un febril jadeo y a los mestizos la soledad y el silencio de la puna nos duelen en el pecho. Aquí sí pintamos como el ají en su tiempo.
       Aquí es bello existir. Hasta la muerte alienta vida. En el panteón, que se recuesta tras una loma desde la cual una iglesuca mira el valle con el ojo único de su campanario albo, las cruces no quieren ni extender los brazos en medio de una voluptuosa laxitud. Están sombreadas de naranjos que producen los frutos más dulces. Esto es la muerte. Y cuando a uno se lo traga el río, igual. Ya sabemos de la lucha con él y es antiguo el cantar en el que tomamos sabor al riesgo:
Río Marañón, déjame pasar:
eres duro y fuerte,
no tienes perdón.
Río Marañón, tengo que pasar:
tú tienes tus aguas,
yo mi corazón.
       Pero la vida siempre triunfa. El hombre es igual al río, profundo y con sus reveses, pero voluntarioso siempre. La tierra se solaza dando frutos y es una fiesta de color la naturaleza en todas las gradaciones del verde lozano, contrastando con el rojo vivo de las peñas ariscas y el azul y blanco lechoso de las piedras y arena de las playas.
       Cocales, platanares y yucales crecen a la sombra de paltos, guayabos, naranjos y mangos entre los que canturrea voluptuosamente el viento haciendo circular el polen fecundo.
       Los árboles se abrazan y mecen en una ronda interminable.
       Centenares de pájaros ebrios de vida cantan a la sombra de la floresta y más allá, junto a las peñas y bajo el oro del sol, están los gramalotales donde se engordan los caballos y asnos que han de ir a los pueblos llevando las cargas. La luz refulge en los lomos lustrosos y las venas pletóricas les dibujan ramajes en las piernas. Cada relincho es un himno de júbilo.
       Las casuchas de carrizos entrelazados y techo de hoja de plátano se amodorran entre los árboles a la vera de las huertas. Son de líneas rectas, como que están armadas sobre tallos de cinamomos esbeltos. De ellas salen los cholos pala en mano, o lampa en mano, o hacha en mano rumbo al quehacer, o solamente checo en mano para tenderse a remolonear, mientras el aire hierve al sol, bajo cualquier mango o cedro amigo.
       Porque ha de saberse que los árboles que respetan nuestras hachas son los cedros y ante su abundancia se quedan los forasteros con la boca abierta. A veces, cuando hay buen humor, se corta alguno y se hace una pequeña mesa o un banco a golpe de azuela, pero lo más frecuente es encontrarlos en pie, prodigando su amplia sombra a las casas y las lomas, los senderos y las acequias y desde luego al cristiano que va en pos de ella.
       Y el palo venerado es el de balsa. Cenizo de color, el muy rogado, crece contando los años y es propiedad del dueño del lugar en que nace. ¿Quién pelearía por un palto o un naranjo y hasta por un cedro? Nadie. Pero por un palo de balsa es otra cosa. Ha habido peleas serias en las que ha relucido el cuchillo y ha corrido la sangre. Una vez el cholo Pablo mató al Martín por cortarle un palo mientras él se hallaba ausente. Volvió el Pablo del pueblo y echó de menos su palo, y averiguó… Seguidamente fue donde el Martín. Estaba en la puerta de su choza.
       —¿Quién mia cortao el palo?…
       Y el cholo Martín, haciéndose el mosca muerta y riendo:
       —¿Luan cortao?…
       El Pablo se ajusta la faja como para pelear y dice:
       —Claro que luan cortao, no se va dir solito…
       Y el Martín, mascando su coca como si tal cosa:
       —Estoy por crer quel palo se juyó solito…
       Entonces el Pablo no pudo más y sacó su cuchillo abalanzándose sobre el Martín. Un solo golpe al pecho y no tuvo tiempo ni de gritar “ay”. El Martín es difunto hace cuatro años.
       Los palos de balsa escasean cada vez más. Quedan algunos y los dueños los cuidan amorosamente, pero crecen haciéndose aguardar. ¿Si no fuera por ellos, cómo cruzaríamos el Marañón? Su unión forma las balsas, esas cuadrangulares armazones que pasan el río hasta podrirse o ser llevadas por él y pueden contar mil historias.
       Río arriba, hay un valle que se llama Shicún donde los palos abundan. Los dueños hacen negocio vendiendo balsas y los compradores se vienen con ellas por el río. Todos los calemarinos hemos ido a Shicún muchas veces, pero no todos hemos vuelto.
       ¡Balsa: feble armazón posada sobre las aguas rugientes como sobre el peligro mismo! En ella va la vida del hombre de los valles del Marañón, que se la juega como en un simple tiro a cara o cruz de moneda.

II
EL RELATO DEL VIEJO MATÍAS

      Corría marzo en sus finales y el río estaba mermando. Una tarde pasamos a un forastero ya sin gran trabajo. Era un joven de botas, pañuelo de seda al pescuezo y alón sombrero de fieltro. Su elegancia resaltaba ante nuestra elemental indumentaria de vallinos: sombrero de junco, camisa de tocuyo, pantalón de bayeta, rudos zapatones u ojotas chocleantes y acaso también un gran pañuelo rojo que envuelve el cuello defendiéndolo del sinapismo del sol. Su caballo era un zaino grande y bueno, sólo que bisoño en estos lugares y tuvimos que remolcarlo desde la balsa con una soga. El apero relucía en sus piezas plateadas, lo mismo que las espuelas del jinete y la cacha de su revólver, metido en funda que pendía de un cinturón de gran hebilla.
       El señor era blanco, alto y miraba vivazmente en un juego chispeante de pupilas. Enteco como una caña, parecía que su cintura iba a quebrarse de pronto. Su voz suave y delgada iba acompañada de pulidos gestos de manos. Estaba claro que no era de estas regiones, donde los hombres son cuadrados como las rocas y hablan con voz alta y tonante, apta para los amplios espacios o el diálogo con las peñas.
       El forastero se hospedó en la casa del viejo Matías, la más grande de todo el valle, extendiendo su toldo de dormir en el corredor. El viejo lo miraba disponer su blanca tela sonriendo y al fin le preguntó:
       —¿Comues su gracia y quiá venidusté hacer puacá?
       El joven respondió amablemente, aunque con una irónica sonrisa que se diluía en las comisuras de sus labios finos:
       —¿Gracia?
       —Sí, cómo se llamasté…
       —¡Ah!, Osvaldo Martínez de Calderón, para servirles, y he venido a estudiar la región.
       Después aclaró que era de Lima, ingeniero, hijo del señor fulano de tal y de la señora mengana de cual y que trataba de formar una empresa para explotar las riquezas naturales de la zona. El viejo se rascó la coronilla ladeando su junco sobre el ojo, frunció el hocico, torció los ojos, se vio que quiso hacer una broma o una objeción, pero se concretó a decir únicamente:
       —Tienusté su casa, joven, yojalá le vaiga bien…
       Don Matías Romero vivía con su mujer, doña Melcha, tan vieja como él, y su hijo Rogelio. El Arturo Romero tiene su vivienda a unos cuantos pasos pues sacó mujer con tiempo. La casa del viejo cuenta con dos habitaciones y un espacioso corredor, como que es una buena casa. El viento cuchichea entre las secas hojas del techo y bate sus alas a través de los carrizos de la quincha, refrescando a los moradores del bochorno perenne de estos valles.
       Yo fui esa tarde a la casa del viejo a ver al recién llegado y echar una mano de charla. Al extremo del corredor estaba el Rogelio tendido en su barbacoa, mientras el forastero, don Matías y el Arturo ocupaban toscos bancos de cedro junto a la puerta.
       —Pasa, hom… llega, hom… —suena la voz amistosa del viejo.
       Él y doña Melcha han hilvanado muchas arrugas en las caras cetrinas pero tienen los corazones animosos. Una entrecana perilla de chivo da al viejo un aire pícaro. El Arturo es ya mayor y así lo demuestran las renegridas cerdas que se erizan sobre su labio a modo de bigote. En la cara del Roge hay aún una pelusa de melocotón verde, entre la cual una que otra barba surge solitaria como maguey en pampa.
       Un forastero de tan lejos —¡dónde diablos quedará esa Lima tan mentada!— es un acontecimiento, y nos ponemos a charlar de todo. Está cayendo la tarde y el calor es húmedo. Flota un vaho de tierra removida y chirrían los grillos y cigarras. Desde un naranjo caen blandamente esferas de oro y en la copa de un arabisco azulea y solloza un coro de torcaces. La vieja Melcha cocina en un fogón, levantado al pie del mango que crece ante la puerta y nos llega un olor que dice de su intención de quedar bien con el huésped. Mascamos coca y fumamos los cigarrillos finos que el recién llegado nos obsequia. Este señor responde a la ligera nuestras preguntas y en cambio se asombra de cuanto hay. Tenemos que darle explicaciones hasta de nuestros checos caleros, diciéndole que estos pequeños calabazos sirven para guardar la cal y se queda mirando el mío que tiene un cuello labrado en asta de toro y una tapa del mismo material donde se acurruca un monito con la cara fruncida de risa. Saca la tapa y se punza con el alambre de la cal, probando la punta en el dorso de la mano. Nos reímos y él se pone colorado como un rocoto.
       Se deshace en preguntas el joven este y don Matías suelta la lengua sin que tenga que jalársela. El viejo es de los que conversan a gusto cuando hay que contar de su tierra.
       —¡Cómo jue la crecida, señor! Se llevó dencuentro to un lao diun yucal y dos balsas questaban más abajo, en el varadero, sacadas aun sitio onde no llegó lagua, dinó hace tiempenque… cual contabel finao Julián.
       —¿Mucho, entonces? —inquiere el forastero.
       —Cual nunca, señor, dinó haciañus…
       —Don Julián es finao hace diez años —aclaro.
       —Sí, pue —ratifica el viejo. Y prosigue—: No quedó dinó la balsita el Rogelio, déste —dice señalando al hijo que coquea impasible—, yel cholito luabía hecho como jugando, con palos malos bajaos dentre las peñas e lotra banda. Es tan chiquita, como luabrá visto, que parece puñao e chamiza en medio lagua. Lo peyor era que la gente venía pa quedarse enel frente dispués diaber caminao tantas leguas con lesperanza e pasar. Los más fregaos son los celendinos. ¡Ah, condenaos cristianos! Esos shilicos po vendele sus sombreros a tuel mundo siandan más sea con tuel invierno encima. Otras veces eran negociantes e ganao, o gente e consideración, o inditos tamién. Esa gente ay aguardaba que lo pasáramos. ¡Ah, cristianos! De noche priendían su candelita enel pie dialguna peña que juera como cueva pa hacer e comer. Yestaban tuel día gritando: “vengan a pasarnooooooós”… “a pasarnooooooós”… Yel río que bramaba haciéndose espumarajos y creciendo como cosa e brujería.
       —¿Mucha era el agua? —pregunta todavía el forastero.
       —¡De vicio, señor! Siestaba de bote en bote. Aura quia pasao usté lua visto que se descascaran las piedras diuna costra negra, rajada puel sol. Tueso lo tapó lagua, que dejuel limo poray… Y los cristianos alotro lao grita que grita, como le digo: “vengan balseroooooós”… “balseroooooós”. Yuno es balsero, pue, ¡qué diablos! Hay que pasar entón a la gente aunque no le paguen dinó un ochenta po cada cristiano. Y salíamos entón en la balsita el Roge, dos palas por costao, jalando agua duro. Largábamos bien arriba pa dir a recalar justo en el mesmo pie e La Repisa, esa piedra chata quiaura quedalta yenesos días erel embarcadero. Llegábamos sudaos y gritando quempuñaran la soga que les aventábamos. Se quería subir tuel gentío pero aguantábamos nomá hasta que lagua llegaba po los tobillos. Si sobraba gente otra güelta veníamos. Los comerciantes sechaban los bultos e sus mercancías a lespalda pa que no se mojaran. Íbamos a salir bien abajo, po la condenada corriente que nos quitaba las palas a su gusto…
       —Las jundíamos comuen barro tieso —dice el Arturo quebrando su mutismo de rumiante de coca.
       —Dispués —prosigue don Matías—, bía que tirar la balsa conuna soga dende lorilla pa empuñar altura y golver a pasar.
       —¿Y las bestias? —inquiere el costeño sin duda pensando en su caballote remolón.
       —Pasaban a nado, señor. Anque las bisoñas tenían quir amadrinadas conuna que supiera. Algunas hay tan sabitotas y baquianas que tiran pal río apenitas bajel jinete. Así pasó con la mula e don Soria, que siaventó con montura, yalforja y to. Lalforja taba con plata ya don Soria le parecía que siba a cair. Bía que velo ondese cristiano como pataliaba enel otro lao gritando: “mi plataaaáa… mi plataaaaáa se va en la mulaaaaáa”. Único las peñas le respondía pue nosotros que luíbamos hacer, pero la mula llegó pacá con to. Cuando pasó don Soria no se convencía questaba con toíto, sólo que con lalforja yel apero chorriando agua… Sacó los cheques y se pusua secalos al mero solcito, dándoles viento conel sombrero e ratuen rato yeneso se volaban yél corría puatrás…
       Nuestras risas son como galgas por la bajada de la ironía. El forastero, complacido, saca de su alforja una botella de licor fino y nos convida. Luego se admira conscientemente:
       —¡Entonces es tremendo esto!
       Y don Matías, que ha soltado la lengua para no parar:
       —¡Ah, señor! Una vez se devisó una palizada pero jalamos juerte y salimos conel tiempo contao. Una señora que venía ya bien panzoncita se puso blanca comuel papel y llegando pa lorilla, ay nomá abortó… ¡Ah, creciente deste añu! Habrá memoria della pa un tiempenque…
       —¿Pero ustedes pasaban siempre? —apunta el preguntón.
       —Quesqué, señor. Si nuabía balsa güena y lagua se llegaba hinchar comuna mesma juria. Una vez, ¡qué ni contalo!, se vinua inflar como si trajieral Cayguash, el mostro que casi naides ha visto pero ques comun lobo con cien manos y no parece dinó cuanduel río tiene que tragar po juerza alguno pa dale e comer al maldito. Venía mucha palizada tamién ya lotro lao bajaron unos señores muy togaos, de sombreros blancos y botas, coloriando los pañuelos al pescuezo. Desensillaron sus bestias que pasaron braciando como perros de tan ligero, pero naides pasaba de miedual Cayguash, que dejuro andaba viendo comualimentarse dialgún cristiano. Ay taban en La Repisa haciendo su candelita po las noches. Cuando llovía o soplaba viento muy juerte, nieso tenían. Y tuel día lo pasaban escarbando al pie los pates.
       —¿Al pie de los pates? —se asombra el extraño.
       —Sí, pue, señor. Arbolito gracioso esel. De la corteza se saca fibra pa sogas ques tal fibra colorada o tamién amarilla según el genio el árbol. Yen las raíces tiene bultos como papas y tal vez más grandes. Esos bultos se llenan diagua enel invierno yesa le sirve pal verano, pueso vive dentre las meras peñas. Los señores escarbaban pa chupar lagüita e los bultos el pate.
       —¿Y aquí toman el agua turbia del río?
       —Quesqué, señorcito. Se junta e la quebrada que se limpia cuando no llueve y se guarda pa los días que llueve. Ya se les acabaría la comida onde los señores, tamién. Uno se subió aun pedrón comua la semana y gritó: “Traigan comidaaaáa”… “les pagamoooós”… “Idaaaaaáa”… “amooooóos”… “amoooooóos”… contestaban las peñas. Yel señor batía pedazos como si jueran pañuelitos. ¡Cheques, claro! Nosotros nos ajuntamos a lorilla mascando nuestra coca yéramos como veinte cholos. Reparábamos al río que blasfemaba comun condenao y naides si animaba. El cholo Dolores contaba que lotra noche oyó resollar al Cayguash. Yo con mis hijos biéramos pasao pero la balsita no valía pa eso. Yel señor subía pa gritar más toavía: “comidaaaaáa”… “les pagamoooooóos”. Y las peñas que contestaban al tiempo quél enseñaba los cheques al aire. Tanto oílos y velos, el Rogelio quiso dir. Su mama y toítos le rogamos que no juera peruel dijo que lo pasaba nadando solito.
       —¿Qué Rogelio? —curiosea el huésped.
       —Éste, pue, mi cholo Roge —dice el viejo señalando al hijo con entonación que refleja molestia por no haber tomado nota de ello en su anterior indicación. Y continúa, pavoneándose, mientras el checo de cal resuena golpeando el nudo del encorvado pulgar zurdo—: El Roge hizo quipe con yucas cocinadas y plátanos y luamarró a lespalda calata, pue se botó la camisa. Dispués se fajó con muchas güeltas e su faja más ancha el calzoncito e balsero y se jue metiendual río. Acostumbrao taba a tirarse diun pedrón que dentra hasta parte jonda peruesa vez taba con quipe, asies que dentró po lorilla nomá. Cuando le faltó piso, comenzó braciando. Bía que velo ondel cristianito nadar echando espuma. Los señores delotro lao le gritaban: “tira, tira, cholito”… Y nosotros que tamién gritábamos: “¡dale, dale!”… Y la mama tamién: “¡dale, Rogito, dale pue hijito, tienes que golver!”… Yel río que bramaba yel quipe parecía solún puntito en medio e los tumbos diagua negra. Pero mi cholo Roge bració duro (¡con veinte añus, cómo no!) y jue a dar al mero pie e La Repisa. Los señores lecharon una soga y salió luego. La güelta, ya sin peso, jue más fácil pero con to salió abajenque… Vino pa nosotros po las piedras e lorilla y llegó acezando y conel pecho ensangrentao diuna rasmilladura que dejuro jue diun palo e debajo lagua. Unos dijieron quera quel Cayguash le bía dao un zarpazo. Medio asustao, medio riéndose, mi Roge sacó e su boca tres cheques coloraos dia libra caduno. El río bajó comua los tres días y podimos balsiar onde los señores…
       Don Matías calla mientras el Roge se da vuelta en su barbacoa y ríe, ahora sí intensamente, sin el contrapeso del susto. La vieja Melcha trae estiércol encendido en una callana para que el humo espante los zancudos. Todos, a excepción del presumidito forastero, nos hemos metido grandes bolas y conversamos animadamente. Él no quiso parlarnos de Lima, pero en cambio terminó con su licor fino que, unido a nuestro guarapo, nos pone patas arriba la mesura. Alegremente revienta en nuestras bocas la cancha de la risa en tanto que el calor del valle nos envuelve con el crepúsculo en una morada manta tibia. Comemos de buena gana la gallina frita con yucas y los camotes que doña Melcha nos sirve, y plátanos que el viejo arranca de los racimos que hemos visto amarillear toda la tarde tras los carrizos de la quincha.
       Oscureció y el Roge hizo candela en una delgada vara que atravesaba sucesivos frutos de higuerilla, blancos y pelados, que ardían crepitando. Los tucos y las pacapacas estremecían el follaje con su canto lúgubre. Arriba, el cielo despejado hacía brillar millares de estrellas. Parecía un tazón de bronce bruñido. Los zancudos comenzaron a zumbar en gran número y don Osvaldo se metió bajo su toldo.
       Dijo el Arturo mirando el cielo refulgente y limpio:
       —Con verano y to, balsa nos falta…
       —Sí, pue —apuntó el Rogelio—. Aquí nuay palos que digamos y tendremos que dir a Shicún.
       Masticando el proyecto junto con la coca, permanecimos un rato silenciosos. Era cosa de ir y traerse una buena balsa. Seguro que costaría unos treinta soles, pero no importaba. El Arturo se removió en su banco:
       —Vamos, pue, con vos —dijo mirándome.
       Yo tenía ganas de ir nada más que por tirar un poco de pala y beber el cañazo que sacan en Shicún, donde hay cañaveral, trapiche y alambique, pero recordé que había plátanos por cortar y que la siembra nueva necesitaba una mano de ceniza, de modo que sería necesario encender monte.
       —No puedo, pue. Tengo que plantar estos días enel terrenito que limpié y voya quemar monte. Si me tardo, el gramalotal me va ganar…
       El Arturo hizo sonar su checo en el nudo y se volvió hacia el hermano:
       —¿Y vos, hom? Vamos contigo, nadadorenque…
       El Rogelio andaba esos días como el gallo, haciéndole la rueda a la Florinda, pero no dio lugar a que se insistiera sobre el viaje. Respondió, dándose su aire, eso sí:
       —Yastá, pero primero tomaremos algo enel fundo y trairemos algunos poros del juerte pa convidar. Estos treinta mestán pesando…
       Doña Melcha fue enterada de que tenía que hacer el fiambre y el viejo Matías siguió hablando de cuanto se le ocurría. El ingeniero, amodorrado por el calor, estaba ya roncando bajo su toldo. El viejo proyectaba lavar oro en el Recodo del Lobo para venderlo a los negociantes durante la feria de Pataz. Yo estaba contento con la perspectiva de mi platanar y no me entusiasmó gran cosa su oro. Pensaba también ir a la fiesta, pero bastaría con lo de la huerta: coca y quizá plátanos. El Arturo y el Roge dijeron que, volviendo con la balsa, verían. Tal vez iban a venderla o, más seguramente, a dedicarse a balsear ellos mismos. Era cosa que verían después pero, de todos modos, tendrían plata para la fiesta.
       Los murciélagos pasaban haciendo rúbricas fugaces en la sombra.
       Al otro día, muy de mañanita, el forastero ensilló y partió por el caminejo que serpea cuesta arriba. Los hermanos se fueron, alforja y poncho al hombro, por uno que ni se distingue y va por la orilla del río a dar a Shicún, quebrándose en innumerables altibajos en la pedrería de las playas o haciendo obligadas maromas en las laderas cuando el río se pega a las peñas. La plata para la balsa la ponían los dos.

III
LUCINDAS Y FLORINDAS

      Acurrucada bajo los árboles, cercana a la del viejo Matías, está la casa del Arturo Romero y la Lucinda es quien hace allí sonar los mates. Los bohíos se despiertan entre un concierto de chiroques y chiscos al que los jergones añaden el coro de sus voces estridentes. Se aduermen arrulladas por el canto de los tucos y las pacapacas y todo el día sienten la melodiosa parla de los pugos y las torcaces. Hay siempre música de aves en la floresta y el Marañón, con su bajo tono mayor, acompasa la ininterrumpida canción.
       La Lucinda es poblana, en sus ojos verdes llueve con sol y es ardilosa al caminar cimbrando todo el cuerpo flexible como una papaya. Su vientre ya ha dado un hijo que se llama Adán. El cholito anda pegado a la falda de la mama, porque ella lo asusta con las víboras para que no se aleje, de modo que es una felicidad si el Arturo, que cuando se encuentra aquí está casi siempre sobre las melgas, lampa en mano, librando a la coca y al ají de la yerba tenaz, grita de pronto:
       —Lescopetaaaáa…
       Entonces el Adán, que apenas puede con su cuerpo, va hacia el padre tambaleándose con el arma a cuestas, mirando de reojo ese misterioso fulminante que brilla como los dientes de oro de los señores. El Arturo, mientras los pugos se aman cantando en las altas ramas, tira sigilosamente del gatillo para que no suenen los duros muelles y luego una estampida violenta rompe el ritmo armonioso del valle. De las peñas otros tiros contestan.
       Entre un reguero de plumas las palomas caen aleteando y el Adán se acerca y les retuerce el cuello advirtiendo que, en el instante en que mueren, una mosca azul se escapa de las alas. El taita explica que ésa es la mosca que todos los pugos llevan bajo el ala y les anuncia el peligro, de suerte que, cuando se descuida, el cazador los encuentra desprevenidos y puede hacer un buen blanco. De allí el dicho, si es que uno anda mal en cualquier sentido: “se te duerme la mosca, hom”.
       El pequeño retorna con la escopeta arrastrándole por los talones mientras aprieta con las manitos ensangrentadas los cuerpos aún cálidos de las aves. ¡Es una dicha inigualada la de sentirse así embarazado por el arma humeante todavía y la caza goteando sangre, en medio de la tremenda floresta plagada de víboras y peligros!
       El Adán crece junto con grandes ambiciones. Sueña con el día en que podrá empuñar pala y “jalar agua” igual que el taita, pero su perspectiva inmediata es la de subir a ese palto donde los jergones han hecho con malezas, fibras y pelusas un maravilloso nido en el que habita una bandada. La madre le advierte que tendrá que postergar tales deseos para cuando sea más grande y él tiene que aceptarlo, derrotado por la visión de sus manitos que apenas arañan el tallo del palto.
       Sintiendo el cariño de los taitas, que se ahonda en su alma igual que las raíces de los árboles en la tierra, se consuela. El Arturo lo esperó mucho y la madre también. Él los unió a firme, porque ¿de qué valdría una mujer machorra? Ha de tener hijos y será completa así. Agua para la sed, pan para el hambre y, además, surco. Surco para la vida.
       El Arturo y la Lucinda se enredaron en Sartín. Mientras él hace el camino a Shicún y vuelve con la balsa, bueno resultará saber su historia que es, en gran parte, cosa de río. Río de agua y río de sangre, ambos a dos agitados y convulsos, cabales para hacer presa del cristiano desgajándolo como a una pobre rama.

       Hace cinco o seis años —sí, seis porque nuestro Marañón ha cargado seis veces desde entonces— los hermanos fueron a la fiesta de ese pueblo.
       Llegan noche cerrada ya. Golpes de bombo y gemidos de flauta los salen a recibir cuando trotan por la bajada. Entrando, se precisa un rasgueo de guitarras y voces que entonan marineras pícaras.
“Al subir las escaleras te vi las medias azules”…
       Luz de lámparas a querosén o de velas titilantes sale por las puertas cortando en retazos amarillos la oscuridad de las callejas. Las sombras tejen allí su danza. Los grupos de indios ebrios, que van de un lado a otro hablando en lengua estropajosa o entonando canciones doloridas, se apresuran a dejar paso libre a los fogosos jinetes que son anunciados por un gran alboroto de cascos. Algunos gritan: “¡Vivan los taitas!”, y los Romeros cruzan como una exhalación para plantarse en seco frente a una casa donde el bombo pronuncia cercanamente su son rotundo. Los potros bufan y orejean negándose a avanzar por la alarmante zona de retumbos, pero las espuelas les rajan los ijares y, dando un salto, emprenden una furiosa carrera atropellando a la indiada. Arriban a su posada llamando a la dueña a grandes voces.
       Doña Dorotea los recibe amablemente, con sus buenas maneras de poblana, repletándoles los vasos con la chicha que ha preparado para la fiesta y que ellos beben a largos tragos en tanto que, a su lado, los potros relinchan venteando el alfalfar cercano:
       —¿Y comuestá el valle?
       —No sia movío…
       Los cholos desensillan alegremente los jamelgos sudados.
       A la pequeña mesa dispuesta en el corredor, llega la Lucinda llevando las viandas olorosas. El mechero de sebo alumbra lo suficiente para ver a la cholita, que obsequia a los forasteros con una preocupación solícita, en un ir y venir continuado.
       El Arturo, mientras engulle una pierna de cuy, codea al Roge:
       —Ta güena, hom…
       Claro que está buena. En los dos años que han faltado a la fiesta, se ha sazonado como un fruto. Cuando se acerca a la mesa, el Arturo la contempla a su gusto. La luz la baña débilmente, destacando mejor, entre grandes planos de sombra, la faz fina y los senos erguidos. Los ojos verdes brillan alegremente bajo el arco tenso de las cejas. Dicen las malas lenguas que es hija de un gringo minero que se hospedó una noche en casa de doña Dorotea y ha de ser verdad porque la señora gasta fama de haber tenido el “ojo alegre” y a don Antuco, su difunto marido, la muchacha no le decía taita.
       Ahora ella se queda en la puerta viéndolos irse a un baile después de terminar su abundoso banquete y vaciar muchos vasos. El Arturo da unos cuantos pasos y se vuelve:
       —¿No vasté?
       —Nuay querer mi mama…
       —¡Ba!, yo le hablo.
       Doña Dorotea asiente al fin, recomendando mucho que vayan a casa de su comadre Pule y “no se hagan muy tarde” a lo que ellos responden con alborozadas y complacientes afirmaciones a la vez que echan a andar. La Lucinda va por delante desgranando su charla y llevando a su pequeño hermano, por orden de la madre, prendido a su falda en una infantil vigilancia. Los indios, sombrosos de noche, bullen en las callejas interceptando el paso y el Arturo los aparta a manotadas:
       —Camino pa la preciosidá…
       Huele a guisos de ají y pimienta, a chicha y lana mojada pero muy cerca, junto al Arturo, flotando de los senos palpitantes de la Lucinda, se esparce una fragancia de Agua Florida y carne moza que le hace morderse la boca y abrir grandes narices que respiran ruidosamente. Al pasar una acequia la coge del brazo y le queda en la mano una sensación de plácida tibieza. Se arriesga a tutearla por fin:
       —¡Tias güelto güenamoza!
       Y ella, sonriendo con un resplandor de apretados y finos dientes blancos:
       —Y vos tias güelto mentiroso…
       Una avellana sube chorreando luz y estalla arriba, estremeciendo los negros telones que la noche deja caer sobre la vigilia del pueblito alegre. Hacia allá, lejos, palpitan luces rojas. Son los fogones de las casuchas recostadas en las faldas de los cerros y que, esperando la vuelta de los fiesteros, no duermen aún.
       En el baile de doña Pule la Lucinda resulta un primor, sonriendo siempre con la carnosa boca y los chispeantes ojos verdes, y dando vueltas como un piruro, hila que hila el son cadencioso de las danzas. Hay dos indios cajeros, con sus bombos y flautas, y un cojo que toca el acordeón y canta. Los indios, a través de sus lloronas cañas de saúco y sus parches que son el eco de truenos lejanos, vuelcan a la pieza las cashuas de la altura. Cuando se cansan, entra el del acordeón con las chiquitas poblanas. El gusano del fuelle se retuerce sobre el muñón almohadillado, jadeando un gangoso acompañamiento al canto con el cual tiemblan sus lacios bigotes mestizos y rebotan los bailarines:
Desde Junín y Ayacucho, libertá…
negrita, ¡viva el Perú!, preciosa, ¡viva el Perú!…
Cuándo será mi Junín pa tu fiera majestá…
negrita, ¡viva el Perú!, preciosa, ¡viva el Perú!
       La Lucinda se vuelve miel de caña. El Arturo baila frente a ella “echándole tuel resto” —expresión del Roge— pero la cholita lo vence siempre con un derroche pródigo de esguinces. El basto calzado del cholo, en el zapateo furioso, levanta polvo. Las parejas son incansables. Cada uno con su cada una. El Roge se ha buscado una coteja para no romper el compás y le guiña el ojo al hermano:
       —Hom, vaya con la suerte e ser mayor y hombre e rispeto…
       La chicha abunda en baldes, en poros, en vasos, en mates. El Arturo sale y retorna abrazando contra su ancho tórax muchas botellas de cañazo:
       —¡Güena!, estos vallinos son bien desprendíos…
       Es un riego de alegría. La atmósfera se penetra de alcohol y respirar es suficiente para embriagarse. La Lucinda siente una comezón endiablada en las venas y se estremece entera cuando el Arturo, cogiendo el rojo pañuelo con las dos manos, se lo pasa tras la nuca y la hace acercarse a él aún más, hasta que los pezones vibrantes de danza y de angustia rozan su pecho membrudo. ¡Ah, templino bárbaro! El pequeño duerme en un rincón y ella está alegre de sentir que sus ojos hablan al mozo como nunca se atrevió a hacerlo antes y que sus manos han llegado a cogerse de la cintura virilmente recia y elástica por el continuado balsear. Los pies danzan blandamente ahora, ritmando un contrapunto de entrega y huida, de retorno y vencimiento…
       Doña Pule invita el caldo de gallina de costumbre y luego la despedida es ya ineludible. Por las calles van tropezando con los indios que se han tendido allí a dormir su pesado sueño ebrio. La noche avanzada hace circular violentas ráfagas de aire helado y se siente que, dentro de un momento, la aurora llegará a besar la aldea con su amplio beso de luz.
       El Arturo lleva a la Lucinda del brazo. Su ruda mano la aprieta seguramente, pero la cholita advierte que está junto a él por otra presión que no es la de esa mano aunque se le parece por lo fuerte. Su sangre se ha calmado, mas tiene en el pecho un sentimiento nuevo, profundo como la noche y luminoso como el día por venir. Ella se siente como la noche en espera del día. “¡Si será el cariño!”, piensa, y se estremece. El Arturo no lo nota pues marcha a su lado tomándole, como nunca, gusto a una repetida canción:
Si mi negrita quisiera
irse a la banda conmigo,
le pagaré la balsada
y cargaré tuel camino.
       Es la misma canción que la Lucinda ha oído muchas veces también, pero ahora le encuentra no sabe qué encanto real y le parece que es el presagio de un viaje y de otro mundo. ¿Con el Arturo acaso? Ambos van muy juntos y se sienten hondamente ligados aunque sin precisar que ya llegó el amor, porque aquel sentimiento que les inquieta el pecho se hace canción y llama a la aventura. Sin embargo, las palabras que el Roge cambia con el pequeño soñoliento suenan a sus espaldas como viniendo de una región muy lejana.
       En la casa, la Lucinda escucha a través de la pared de cañas y barro que los hermanos hacen la cama con las caronas de las cabalgaduras y se cubren con las frazadas que la madre les ha dejado en la pequeña pieza. Parlan y parlan de una y otra cosa y al fin se silencian.
       Ella se deja caer junto al pequeño hermano ya dormido. Lo besa y abraza con una ternura desconocida y se ciñe entera a él. Así, muy cerca, así muy cerca a él, como si fuera el Arturo.
       Un gallo aletea y canta a lo lejos.

       Despiertan cuando el sol, muy alto ya, bruñe de oro al pueblo. La multitud circula difícilmente por las callejas y se arremolina en la plaza, donde están danzando las bandas de pallas. Allí las indias con las chillonas polleras rojas, verdes y amarillas cuya gritería es atenuada un tanto por los bajos tonos ocres de los ponchos varoniles; los togados con los vestidos de dril almidonado que crujen al andar; los celendinos con sus listados ponchos de hilo, detenidos ante sus rimeros de percales, sombreros y baratijas; los albos sombreros de lana prensada de los indios de Pataz y los cestos de rosadas ollas de los del distrito de Mollepata, todo entre un marco de casas de paredes blancas y techos rojos que rodean la plaza, desde cuyos corredores los hacendados de la comarca —botas altas, pantalón de montar, sombrero de palma a la pedrada— espectan la fiesta bebiendo y disparando al aire sus revólveres, acompañados de sus mujeres que visten trajes nuevos y se cubren las espaldas con pesados pañolones de fleco.
       La plaza es un cesto de chaquiras bajo una cóncava luna azul, por la que avanza un disco brillante prodigando áureos tonos.
       La Lucinda va con los vallinos a gustar de la fiesta. Se ha echado todo lo bueno encima y está como si hubiera salido del baúl. Pañolón azul de Castilla, blusa blanca y pollera verde. Se toca la cabeza con un sombrero de alba paja y calza los pies breves con zapatos de taco. Ellos han removido las alforjas para no quedarse atrás. Lucen flamantes sombreros de palma, camisa de género blanco, pantalón de casinete a rayas negras y grises y zapatones de gruesa suela. El rojo pañuelo flota en torno al cuello. El Arturo —palangana el cholo— adorna su sombrero con una cinta de los colores peruanos. Forman un trío parlero en una esquina junto a las mujeres que venden chicha y viandas sentadas al lado de grandes cántaros rodeados de potos y lapas que muestran papas amarillas de ají y cuyes fritos.
       Conversan mientras muerden las presas y beben plácidamente de los potos.
       —Ta más güena que nunca la fiesta —dice el Arturo.
       Y el Roge:
       —Ojalá quel fin seiga tan güeno… Lo ques por mí, ya sabes que soy tu hermano…
       La Lucinda se alarma, aspaventera:
       —Array… questarán pensando los cristianos… Claro que la fiesta ta güena.
       Y luego, dirigiéndose a la rugosa poblana que desaparece tras un rimero de potos:
       —A ver, señora, este cuye ha sío agüelo dejuro… chichita pa asentalo…
       Las bandas de pallas cantan y bailan incesantemente, ceñidas por apretados círculos de espectadores.
       Visten trajes de una abigarrada policromía y se adornan con collares de cuentas de vidrio y perlas falsas. Sobre los abultados pechos y sujetos a las mangas, saltan y esplenden pequeños espejos, despidiendo el fulgor del sol a todos lados.
       La banda de la “coriquinga” comenta la existencia del bello pájaro de la puna. Uno de sus miembros, vestido de blanco y negro imitando los colores del ave, describe su vida en señera soledad y alaba su hermosa presencia:
Yo soy güenamoza, yo soy coriquinga,
por ser tan bonita me llaman la gringa.
       El coro responde asintiendo a veces y otras replicándole irónicamente, lo que hace estallar la risa que los circunstantes llevan a flor de labio.
       La banda del “zorro y las ovejas” reproduce el asalto del primero al rebaño y la del “cóndor” elogia rendidamente al rey de las alturas. La muy mentada de los “guazamacos” ironiza respecto a las relaciones humanas y la vida doméstica. El “guazamaco” canta con ronca voz viril:
Mi montura y mi mujer
se perdieron hace tiempo.
Qué mujer ni qué demonios,
mi montura es lo que siento.
       —Muy verdá —comenta un cholo.
       —Güena, siuna montura es de sentilo —precisa el chalán de la hacienda Pomabamba, que está por allí, el poncho terciado y teniéndose en pie a duras penas.
       Las mujeres del coro, con atiplada voz, replican que el “guazamaco” es un haragán que no sabe lo que es trabajo y que la mujer se marchó cansada de bregar de sol a sol. El perezoso no se da por vencido y cambia el tema sin dejar la ironía:
Voy a buscar mi mujer
güenamoza sin peinar,
pue siestá muy arreglada
mentira hay haber puatrás.

       Las chinitas del círculo de espectadores —fiesteramente con las trenzas muy lisas y los vestidos muy limpios— enrojecen entre las risotadas de los cholos, que gritan su aprobación esparciendo un espeso vaho de coca y alcohol.
       Las pallas, después de cada cuarteta, danzan y se entrecruzan al compás de una música de bombos, arpas o violines para detenerse luego a entonar las canciones con el tema de su representación. A ratos van hacia las casas y dicen versos, siempre elogiosos, dedicados a los hacendados y sus mujeres. Ellos, en el colmo de la filantropía, responden entregándoles un buen montón de pesetas.
       Las bandas de pallas son más y más cada vez. Suben y bajan al pueblo por todos los caminejos de acceso, seguidas de sus “mestros”, indios o mestizos que ejecutan los instrumentos. Los violinejos de manufactura primitiva llevan una mosca encerrada en la caja, las arpas vibran difícilmente en sus rudas armazones cónicas y sólo los bombos y las flautas aparecen en toda la pureza de sus voces hondas y dulzonas.
       Llegan las bandas de los “moros” y los “turcos”, esos condenados que usan grandes cuchillos para matar a todo cristiano con temor de Dios, y otras meramente cantantes que alaban a los hacendados y la Iglesia.
Este camino que llega, llega a una casa santa,
llega a una casa santa, de la Santísema Trenidá.

       Cuando hace su aparición la banda de los oroyeros, hay general entusiasmo, especialmente entre los vallinos y la Lucinda. Representa el paso del Marañón por medio de cuerdas templadas y llega gritándolo en tanto que se forma un bullicioso remolino a su alrededor.
       —¡Vamo! —exclama el Arturo abriéndose paso, seguido de la Lucinda y el Roge—, éste sies un remolino comuen el mesmo río…
       Un corro de chinas, que muestran flotantes trajes azules y flores del valle sobre los cabellos, entona versos alusivos al río. Los dos cholos de la banda, con sobrio gesto, hacen relucir al sol los machetes que llevaban en las fundas de cuero que cuelgan de sus fajas, y simulan cortar los altos árboles cuyos tallos —que llevan ya dispuestos— van a utilizar. Con barretas que alguien alcanza, cavan hoyos en los que plantan los palos y seguidamente tiemplan entre ellos dos gruesas y paralelas cuerdas de cuero. Se supone que el río pasa bajo ellas, Hay aguas rugientes en los cantos. Las aguas quieren comer hombres. El río es voraz y muy bravo. Entonces los cholos comienzan a pasar pisando en una cuerda y cogiéndose de la otra. Tarea dura. “Valor, hermanito, valor —al pie está el río Marañón”, dice el canto. Los hombres, haciendo temblar las sogas, se demoran en el paso. El peligro da vértigo. Vacilan. Van a marearse. Quizá a caer… Sí: van a caer y a perderse entre las aguas tumultuosas. “Valor, hermanito, valor —al pie está el río Marañón”. Morirán tal vez. Las sogas tiemblan como nunca y ellos apenas pueden sujetarse. “Al pie está el río Marañón”. Pero ya han avanzado. Más allá de la mitad se encuentran ya. “Valor, hermanito, valor”. Se han recuperado completamente y dos zancadas bastan para alcanzar el otro lado, al que llegan dando jubilosos gritos. Entonces gime más agudamente el violín, el arpa trina con toda la fuerza de que es capaz y los bombos y flautas inician violentamente un aire de danza. Las pallas, dando vueltas, hacen un círculo en el que los oroyeros ingresan a bailar. Arriba, el sol se halla también muy alegre. El cielo azul refulge. Las pallas cantan que el río es bravo, pero que los hombres lo son más que él.
       Lejano y sugestivo, los espectadores sienten el murmullo del río. El Arturo y el Roge recuerdan a su río infinito, grande hasta no alcanzar medida, y piensan con orgullo que ellos no lo desafían desde cuerdas templadas en alto sino en las ágiles balsas libradas a su corriente, a la que vencen día a día. La Lucinda mira al Arturo sintiendo un río desde su vientre a su garganta, salvaje y bello en su ímpetu.
       —Lindo ai ser —le dice.
       —Cómo no, dejuro… Si quieres, vamonós… Las sogas tan güenas pa los e la jalca. Yo lo paso balsiando… Vamonós, chiná…
       ¡Qué belleza la de cruzar el río y vivir junto al río con este hombre que lo domina! Será sin duda azul como la poza de la quebrada que pasa junto al pueblo y acaso prieto en el invierno, pero de todos modos muy grande, “grande hasta no saber el fin”, como dicen los cantos y “con voz que amedrenta”, como afirman también. Pero al Arturo y al Roge no les da miedo y a ella tampoco. Ha de ser otro mundo con otra vida…
       —Güeno, pue —responde al cabo.
       Cambian pañuelos. La garganta del Arturo desaparece bajo un lienzo de un azul violento mientras la muñeca de la china queda esposada con el rojo subido del que llevó el vallino. La color es intensa cual la emoción. Los ojos tienen un glauco lloroso y un pardo turbio de río. Pañuelos y ojos y colores… La feria ha desaparecido por un momento para ellos. Sólo hay pañuelos y ojos y colores…
       La pareja, anudada a la multitud nuevamente, avanza viendo las pallas y todo lo que hay que ver. En dos casas grandes que dan a la plaza se baila, pues hubo dos matrimonios de hacendados durante la misa y los están festejando. Los indios se agolpan ante la puerta y los señores aparecen de rato en rato para regar pesetas a puñados y motivar momentáneos desórdenes bulliciosos en el recojo ávido de las monedas.
       —Esa generosidá pal pago e su trabajo y tuestos indios tarían platudazos —comenta el Arturo.
       El cura que ha ido a la fiesta está en una de las jaranas y no se queda tras de nadie bebiendo y “echando pañuelo”. Cuando sale a la puerta dice a los indios, con palabras que suenan muy allá, más allá de su vientre abultado como una loma:
       —Hijitos míos, Dios quiere que sus fieles se diviertan. En beber con cuidado no hay daño…
       Pero no piensan lo mismo los dos guardias civiles —novedad en la fiesta— que se pasean en ese momento por la plaza con fusil colgado al hombro y revólver y espadín al cinto. Pertenecen al retén recién instalado en Huamachuco y llegaron con grandes humos queriendo prohibir que “todo títere con cabeza” —así habían dicho en una tienda— bebiera en demasía, por lo cual pusieron multa de dos libras a don Roque, el hacendado, que se emborrachó desde la víspera hasta hacer garabatos. Él pagó las dos libras y añadió otras dos diciendo:
       —Esto es adelantao, mañana me aplico otra igual…
       Desde esa vez, corridos por las pullas del pueblo y rechazados por los togados que no los dejan entrar a sus reuniones, se dedicaron a echar el guante a cholos e indios. Éstos miran respetuosamente los fusiles y llenos de admiración los sombreros de fieltro, las polainas relucientes y el uniforme verde oliva con botones dorados y franjas rojas. Se cruzan con la pareja en una de sus idas y venidas y detienen al Arturo después de cuchichear mirando a la Lucinda.
       —Oiga, amigo, ¿de dónde es usted? —pregunta uno de ellos sin qué ni para qué.
       El vallino se para y los mira de alto abajo.
       —Soy de mi tierra, señores…
       El otro guardia frunce las cejas enfureciendo los ojos, la mano sobre la cacha del revólver:
       —¡Insolente! Claro que eres de tu tierra pero queremos saber el nombre. Ya te vamos a enseñar cómo se respeta a la Guardia Civil…
       —Soy vallino, señor, de Calemar…
       La Lucinda tiene los ojos más bellos en la súplica, pero su boca enmudece con un vago temor. Ellos quisieran precisamente que les pidiera algo para acceder y trabar amistad, en fin… El Arturo agrega:
       —Nunca hey andao corrido, señores ceviles…
       Los dos reclaman un tanto socarronamente:
       —¿Tienes tu libreta militar?
       —A ver, a ver… Éstos nunca cumplen con la patria.
       No es tiempo de conscripción, pero éste es el mejor medio de perder a un chacrero. Sonríen hasta que el Arturo la extrae de lo más profundo de sus bolsillos.
       —Sí, señores, siempre hey ido pa los pueblos y mey enscrebido…
       Entrega una pequeña libreta amarillenta, de tapas sucias y rotas. Uno de los guardias la examina y apunta el nombre en su carnet para recuperar enseguida su dignidad y decir en tono solemne, devolviéndosela:
       —Siga no más…
       El Arturo y la Lucinda cruzan entre el grupo de gente que se ha formado a curiosear la posible captura, y se alejan. Él se ha descompuesto y le dice:
       —La cosa va con vos… Tuestos son unos gran perros… Los cachaquitos antiguos eran más personas…
       El crepúsculo cae lentamente. Los cerros —punzó, violeta y gualda— se han vestido de pallas a fin de bailar la danza vesperal en torno al pueblo que silencia la pena de ver terminarse el último día de fiesta. Las gentes comienzan a buscar sus posadas poblanas o a tomar los caminejos que han de llevarlos a sus bohíos. Algún “mestro” que se ha entusiasmado mucho va tañendo la flauta y golpeando el bombo a lo largo de los quebrados senderos. Bom-bom… bom… bom-bom… la flauta se aleja plañideramente… a ratos da alaridos… Bom-bom… bom… bom-bom…
       La noche aletea con alas de cóndor.
       El Roge vuelve a su posada con el cuerpo laxo de los potos que ha bebido toda la tarde con los vallinos que encontró por allí. El Arturo le cuenta la incidencia con los guardias y ambos la comentan indolentemente.
       —Si te trayes el mogoso, aciertas…
       —Qué padevinar quiandaran puacá estos maldiciaos…
       —Siempres güeno, unarma sia hecho pandala…
       Se refieren al oxidado revólver que hace tiempo reposa en alforja colgada en un ángulo de la choza del Arturo. Están en el corredor y son vistos por los guardias, que pasan dirigiendo a la casa miradas inquisitivas. Los hermanos reprimen sus más expresivos juramentos pues doña Dorotea sale a darles conversación. Ellos le dicen que no llevaron coca porque la vendieron toda anteriormente, que la fruta siempre abunda y que el río… bueno, el río sigue corriendo… La mesonera ríe y, como le ofrecen llevarle el año entrante lo que quiera, les encarga de manera especial achote y caña fístola, afirmando durante una hora que ésta es buena para tal mal y para tal otro y para todos los males de la tierra en último término.

       En la noche van donde doña Rosario. La Lucinda no quiso negarse y doña Dorotea tampoco, aunque el chiquillo se quedó porque estaba durmiendo como “una mera piedra”. El Arturo rogó, zalamero y penoso:
       —Lúltimo día e fiesta, lultimito ya… —Y ambas asintieron.
       Esa doña Rosario, señora muy devota, ha levantado en la pieza más espaciosa de su vivienda el altar de la patrona de Sartín. La Virgen está en un ángulo, ante una hilera de velas, rodeada de flores y rubicundos ángeles de cartón. Hay dos arpas y un violín. Uno de los arpistas canta con voz rajada. El danzante que va a dar la espalda a la Virgen, le hace antes una venia. Poco a poco, la chicha y el cañazo encienden el entusiasmo y la sala se atesta de bailarines. Junto a los muros, sentados en cajones y derrengados bancos, sólo quedan viejos y viejas rugosos y desdentados que ríen y hablan con voz cascada, mientras comen mazamorra y beben sonoramente. Los bailarines se cruzan, se entrelazan. Las venias a la Virgen disminuyen cada vez más. Los bailarines se anudan, se topetean, se pierden y vuelven a encontrarse en un acompasado movimiento de caderas y pantorrillas. El Arturo y la Lucinda, fuera del torbellino, permanecen en un rincón bailando muy juntos, rozándose, queriendo ligarse aún más, mezclando sus alientos ardientes de alcohol.
       —Entón nos vamos a Calemar…
       —Dejuro, pero mi mama hay querer matrimonio…
       —Sí, toavía taquiel cura… Mañana nos casamos.
       El Arturo, en el colmo de la felicidad, se detiene para gritar el estribillo jaranero: “Echen chicha y aguardiente que la gente tiene sede”. La cholita corre a traerle un vaso repleto y lo escancian ambos, poco a poco, poniendo los labios en el mismo sitio. El Roge tercia:
       —Mi mayor, dejuro golvemos tres…
       Al Arturo se le ahoga la respuesta, pues en ese momento entran los guardias, fusil al hombro, mirándolo todo con un aire de superioridad y omnipotencia. Las parejas continúan danzando, pero se sienten inspeccionadas y lo hacen sin gusto. “Daña fiesta nomá sonestos”, se queja una voz femenina.
       Uno de los guardias se acerca al Arturo:
       —Préstame tu pareja.
       Y de hecho se pone a bailar con la Lucinda, pero lo hace muy mal y todos se ríen en tanto que la cholita, por su parte, se mueve apenas dando a entender que está frente a ese hombre por puro compromiso. El otro guardia se acerca al vallino:
       —Te ríes, so perro, te ríes… ¡Anda con cuidado!
       Y toma frente a él una actitud de matonería: la pierna adelantada, la mano sobre el revólver. El mozo se aguanta, pensando en que se han de ir y todo seguirá como antes pero quienes se van son los bailarines, sigilosamente, como escondiéndose. Quedan muy pocos y, para peor, son ya los dos guardias quienes insisten en bailar con la Lucinda. Ella mira al Arturo desde un mundo de repulsión y desconsuelo. Los hermanos conversan en un rincón y luego salta el mayor, resueltamente:
       —Oigan, señores, no son envitaos y mi pareja va ser mi mujer mañana de modo que no tienen pa qué fastidiala…
       Los guardias, como movidos por un resorte, se juntan y preparan sus fusiles haciendo traquetear espectacularmente el manubrio. “Ba, güeno pa dar miedo onde los inditos”, dice un cholo de gran estatura a la vez que deja de puntear una cashua. Las parejas restantes se detienen también. Doña Rosario es solamente ojos empavorecidos. Los otros cholos comienzan a rezongar sintiendo que, adentro, la chicha les remueve el sentimiento de beligerancia que de ordinario llevan dormido. Cien pupilas brillan como cuchillos frente a los guardias y ellos advierten que es necesario acabar de algún modo.
       —¡Fuera de aquí esos dos vallinos insolentes, fuera de aquí!
       Y desenvainan los espadines con ánimo de cruzarlos a planazos, pero no hacen más. Los cholos se lanzan sobre ellos desarmándolos entre puñetazos. Es una trifulca en la cual las chinas mezclan sus gritos agudos. Una trompada del Roge hace rodar a uno por el suelo. Allí lo patea hasta dejarlo exánime. El Arturo salta al cuello del otro y ambos caen y ruedan trenzados, revueltos, abofeteándose y mordiéndose. “Dale, hom… dale, hom”, incitan los otros cholos blandiendo los puños. El vallino logra desmayarlo de un golpe en la quijada. Luego se acuclilla y lo levanta como a un guiñapo. La cabeza del guardia retumba contra el suelo.
       Los dos hermanos y la Lucinda, seguidos de la concurrencia, ganan la puerta y se hunden en la sombra. En la pieza quedan solamente los guardias tendidos largo a largo, tiñendo el suelo con la sangre de sus bocas y narices, frente a la Virgen que mira al cielo con ojos de ruego. Los fusiles, tirados por allí, brillan apenas a la luz titilante de las velas, perdida la fijeza de sus negras pupilas. Doña Rosario grita desde el umbral, moviendo las aspas locas de sus brazos:
       —El gobernador… que vengaaaáa… que vengaaaaáa…
       Solamente indios llegan hasta la puerta, en la que se detienen, medrosos, viendo los cuerpos rígidos de los guardias. Sus caras cobrizas de angulosos perfiles tienen un fondo de noche rumorosa y negra. Sonríen acaso. “El gobernador, que vengaaaáa… que vengaaaaáa”. La voz de un bombo llega a decir que el gobernador está muy ocupado en otra cosa.
       Los vallinos y la Lucinda arriban a la casa después de una carrera frenética que atropelló transeúntes e hizo aparecer a las puertas caras curiosas que sólo pudieron ver, entre un tumulto de sombras, tres fugaces manchas albeantes. El diálogo es breve:
       —Vámonos aurita…
       —Mi mama no quedrá.
       —Vamonós, esperamen lesquina.
       La Lucinda hace un movimiento de vacilación. En un instante quiere ir hacia adentro y abrazar a la madre y no soltarla nunca, pero resuena en su interior un mandato potente, una fuerte voz que viene de una soñada lejanía, el profundo llamado de otro mundo… y se encamina rápidamente hacia allá, hacia donde le ordenan el Arturo y la nueva vida.
       Mientras el Roge va por los caballos, el hermano acomoda todo para ensillar rápido. Cuando se encuentra metiendo los estribos en los pasadores, sale doña Dorotea.
       —¿Se van a dir?
       —Sí, pue, hemos peliao con los ceviles…
       —¡Ay, cristianitos!… ¡Apurensé que dinó los apresan por tiempazos!
       Habrá que engrasar esos cueros resecos y tiesos. Un año se demora uno en engarfiar las hebillas.
       —Sí, pue, muy fregaos son…
       Al fin terminó con eso. Ahora a doblar las caronas, esas grises bayetas sudadas que esparcen un acre olor.
       —¿Y la Lucinda?
       —Ya vendrá dejuro…
       El Roge es quien llega con los potros, que relinchan alegremente presintiendo el retorno. Ensillar y montar es cosa de un segundo.
       —Adiós, doña Doro… Güen año y, si Dios quiere, hasta lotro…
       —Dios se lo pague la posadita…
       Parten al galope pero se detienen violentamente en la esquina. ¿Por qué? Doña Dorotea atisba. Los caballos caracolean, nerviosos. ¿Es una mujer la que ha sido levantada sobre uno de ellos? Lo comprende todo de golpe y corre hacia el grupo gritando chillona y dolorosamente:
       —Lucindaaaáa… Lucinditaaaaáaa…
       Su voz es ahogada por el estrépito del tropel furioso.
       Es un largo callejón. Pencas, tunas, magueyes, casas, perros que ladran, todo va quedando atrás velozmente, envuelto en la sombra. El Arturo lleva a su china sobre la cabezada de la montura y ella lleva al galope su corazón. Antes de iniciar la cuesta las riendas plantan en seco. La respiración jadeante de los potros acompaña a un latido angustioso.
       El Arturo ríe:
       —¿Tias asustao? —y luego al hermano—: ¿Ondestán los caballos e los ceviles?
       —En el corral e lao abajo…
       —Corre, sueltalós…
       El Roge mete su caballo por la pendiente y se pierde en la noche. Se oye rechinar una tranquera y luego un relincho de caballos que galopan. Al rato vuelve y comienzan a vencer la dura cuesta. Los potros suben voluntariosamente haciendo chispear las piedras a lo largo de los repetidos quengos. De trecho en trecho se tambalean las casuchas de los indios y algunos, sentados a la puerta, tañen sus antaras. La música triste sigue porfiadamente a la cabalgata. La Lucinda se acongoja recordando a la madre, al hermano, a la casa de todos los días. Junto a ésta se alzaba la casucha de un indio que tocaba la antara así. Solloza en la imposibilidad de volver. Ahora estarán ellos —la madre y el pequeño hermano— llorando también. Ahora estarán solos y tristes. ¿Por qué no regresar? Está cerca todavía. Y las antaras continúan sonando y diciendo que está cerca todavía. Sus lágrimas ruedan y van a caer a las manos del Arturo, que la tiene cogida por la cintura.
       —¿Tas llorando?
       —¡Mi mama!, ¡mi hermanito!
       Él responde casi brutalmente:
       —Qué vamos hacelo… aura yes tarde…
       Es la voz del río, imperiosa e incontrastable. La de las antaras se distingue apenas. La Lucinda sólo escucha aquella voz y se entrega, rendida, a la corriente.
       Al filo de la cuesta desmontan para ajustar las cinchas y mirar el camino. Se desdobla hacia abajo silenciosamente. Aguzando el oído no se escucha ni el más leve rumor de pisadas. Sí: nadie viene por él. Y el pueblo se acurruca en el fondo, evidenciado por cien luces que se derraman en la hoyada. Un castillo ha sido prendido en la plaza y refulge esplendorosamente. La distancia hace opaco el sonido de las bombardas.
       —Hasta más ver —dice el Arturo.
       Cabalgan y toman alegremente la bajada. Ahora se inicia el descenso al Marañón, a Calemar. Hasta el chasquido de los cascos es jubiloso. La Lucinda se calma sintiendo una placidez extraña. Quiere hablar, pero no se le ocurre nada y sólo atina a ceñirse contra su hombre, a abrazarlo con todas sus fuerzas.
       La noche es oscura y las riendas son abandonadas a los potros, que conocen el camino mejor. La china piensa que la cuesta debe ser muy pronunciada pues resbalan a cada rato haciendo rodar los guijarros.
       —Hasta que pesquen sus bestias pasará horas…
       —Sólo que haigan muerto los maldiciaos…
       —Nuay ser, la malayerba vive nomá…
       —Entón, que nos alcancen pue…
       —Ajá.
       Los hermanos ríen mientras unas ramas han comenzado a chicotearles las caras. El Arturo aconseja a su china:
       —Cuidao, cierra los ojos y agachaté…
       Es sin duda una región boscosa. Las ramas arañan los sombreros. Se oye un rumor de agua y un ininterrumpido canto de grillos y cigarras. Descender… descender… El agua habla ya cercanamente con una voz que se aleja hacia abajo.
       —¿Es el Marañón? —pregunta la inquietud de la Lucinda.
       —No, una quebrada nomá, que baja… El río queda lejos…
       Los caballos chapotean en el agua, que beben un momento, y luego hacen sonar guijarros otra vez. Pero la voz del agua queda a un lado, junto a los quengos del camino. Hay altos escalones que los potros salvan tanteando, husmeando, oliendo casi. Con la cabeza pegada al suelo inspeccionan la ruta y bajan lentamente. Descender… descender… A cada escalón la Lucinda se estremece. Descender… descender… Todo va hacia el fondo de la encañada. La quebrada y el camino, los hombres y los animales van hacia abajo, a encontrar el Marañón, a dar a él mismo. Horas y horas. La Lucinda siente el descenso como un rendimiento, como una voluptuosa caída.
       Los cholos se han silenciado. Sólo se oye el chasquido de las pisadas y el rumor del agua en medio del hundimiento progresivo entre las sombras, hacia el río. Una boca que no succiona, cálida y dura, se pega de rato en rato al cuello de la Lucinda. Ella se ajusta tiritando contra su hombre. Es una negra hondura. Una abismal profundidad de vértigo…
       Ahora los cascos pisan silenciosamente en tierra blanda y al parecer húmeda. El aire está lleno del olor de las flores del chirimoyo.
       —Esel vallecito e la quebrada…
       —Ya, hom…
       Los caballos apuran el paso. Una hora más y estarán a la orilla del Marañón, frente a Shicún. El día va a llegar pues una claridad tenue se diluye entre el follaje y los pájaros comienzan a inquietarse en las copas de los árboles. El camino se asoma a una prominencia que hace ver, al frente y hacia arriba, una gran mancha negra sobre un fondo plomizo. La Lucinda mira con los ojos muy abiertos en medio de un sobrecogido silencio.
       —Son las peñas —explica el Arturo—, de parte jonda se ven así de noche. Un ratito más yestamos llegando…
       Puede verse ya la faja blanca del camino y los caballos galopan fácilmente doblando los quengos una y otra vez, incansables. A la vera, los pates y los arabiscos retuercen sus brazos. Súbitamente, un rumor hondo e interminable.
       —Esel Marañón.
       La Lucinda siente como si los oídos se le hubieran llenado de espuma. El día viene rápidamente. Una mancha amarilla se extiende hacia abajo desde el filo de los cerros pero la claridad llena ya la encañada mostrando las flores moradas de los arabiscos, las peñas rojas, la tierra amarilla que bordea un camino lleno de guijarros y polvo blancuzco. El caballo del Arturo se detiene y relincha. El del Roge lo imita. Ahí está el Marañón.
       Entre el follaje de los árboles que se equilibran en la pendiente, abrazados como para sostenerse, se ve azulear el río veraniego. Las aguas corren formando pequeños tumbos y levantando espuma blanca junto a las piedras de la orilla. Las espuelas, alegres, incitan a los potros que, después de media hora de galope entre casuchas y cañaverales, se plantan a la orilla misma del río. Este lado es Santa Filomena. El otro es Shicún.
       Desmontan y los hermanos se ponen a aflojar las cinchas, en tanto que la Lucinda se sienta sobre una gran piedra cárdena a la sombra de un gualango y no se cansa de mirar el río amplio y profundo. Sí: éste es el río, éstos los valles. Contra el cielo, los rojos peñascos recortan sus buidas aristas y el cielo es azul. El valle de Shicún, allá al fondo, tiene un verdor intenso. La luz matinal tira sobre la arena de las playas dos franjas de oro y el río asoma, muy arriba, volteando un recodo, y se pierde lejos, lejos, tras otro, extendiendo en toda su anchura una superficie ondulada y azul que se orla de blanco en las riberas…
       El calor laxa sus miembros pero el enervamiento no llega a sus ojos —muy vivos, muy abiertos— en donde se extasía un alma recogida y tremante.
       Los hermanos gritan pidiendo la balsa y se ponen a desensillar los caballos, que después entran al río y lo cruzan nadando fácilmente.
       A la orilla del frente asoman dos hombres que suben a una armazón de tallos y se ponen a blandir anchos maderos. La Lucinda mira sin preguntar, conociendo por ella misma. Ésa es la balsa, ésas las palas, ésos los balseros. El Arturo también es balsero. ¡Cómo se han doblado en tres y cómo hunden las palas! Y ya se acercan, ya están aquí. Con dos jalones potentes han terminado por llegar, deslizándose gallardamente. Tiran una soga que el Roge empuña y saltan a tierra en medio de jubilosos saludos. Luego todos suben a la balsa, en la que acomodan previamente las monturas y alforjas, y el Arturo, por puro gusto, coge una pala. Estremece las aguas y las convierte en espuma a cada golpe, haciendo que la embarcación avance briosamente cortando los tumbos. La Lucinda lo mira absorta, como lo soñó. Así, pasando el río, bogando reciamente. Así, sobre el Marañón, el bello, el torrentoso, el fuerte. El Arturo es como el río o el río es como el Arturo. Ambos son grandes y por eso luchan.
       En la casa de Venancio Landauro, uno de los cholos que fue con la balsa, toman algo. El amigo les sirve yucas con ají y cecinas.
       —Carne fresca nuay… Se dañó mi escopeta, hom…
       —No le hace, ya nos vamos ya…
       —Quédense más bien —reclama Landauro, cordial.
       Los hermanos ríen, no así la Lucinda que no oye lo que dicen pues está absorbida en la admiración de la huerta que se extiende frente a la casa, toda ella sembrada de coca que crece bajo paltos de frutos lustrosos, mangos de ramaje tupido y naranjos albos de flores que penetran el ambiente con su intensa fragancia.
       —Sabes —explica el Arturo— que nos vamos de juida.
       Cuenta su enredo con los guardias y Landauro se echa a reír también.
       —Si vienen, tiaces el sordo. Aunque se maten gritando, ni tiasomas.
       —Sordo, sordo más quiuna pirca —asegura Landauro.
       Montaron de nuevo y salieron pronto de Shicún, deteniéndose solamente para mirar el trapiche instalado por don Agustín, dueño de la mayor parte del valle, que está accionado por una maravillosa rueda de fierro la cual se llena de agua y se vacía y se vuelve a llenar y por eso mismo da vueltas. El trapiche es también muy lindo y sus tres cilindros de fierro relucen girando sin cansarse para hacer bagazo todos esos cañaverales que ondulan al viento como lagunas verdes y amarillas.
       Con el anochecer cayeron a Calemar. Encontraron a los viejos comiendo junto a su fogoncito. Primero se extrañaron, pero luego los ganó la emoción y la vieja Melcha lloró metiendo la faz rugosa entre los turgentes senos trémulos de la Lucinda. Su hija, su hija había de ser.

       Todo no fue derecho porque la vida, como el río, tiene siempre recodos y pasos difíciles. Una vez llegaron varios guardias a llevarse a los hermanos, pero apenas entraron al valle, también por el lado de Shicún, fueron vistos. Los dos y la Lucinda se escondieron en un carrizal y los viejos dijeron que ya vivían en las alturas, por allí por Bambamarca, más allá quién sabe. En el resto del valle tampoco supieron dar razón:
       —Nuay, se jueron hace tiempazo —decían.
       Y aunque el teniente gobernador afirmó lo mismo, los guardias se marcharon después de buscar tres días, inclusive en el carrizal. Cuando quisieron incendiarlo, todos rogaron que no lo hicieran alegando que no habría cómo quinchar las casas pues las varas derechas no abundan. Al cambiarse el retén de Huamachuco, la zozobra respecto a los guardias acabó. Sólo que la Lucinda comenzó a tiritar con las tercianas y los cocidos de yerbas de la vieja Melcha de nada valieron. El Arturo tuvo que ir a Huamachuco por quinina. Para peor, la china abortaba todo el tiempo y a dos bultitos sanguinolentos fue a dejar el taita al panteón. Con pena cavaba quejándose de la suerte y ni siquiera ponía cruz. Cuando llegó la fiesta de la Virgen del Perpetuo Socorro de Calemar, se casaron para estar en gracia de Dios. La Lucinda sanó al poco tiempo y después nació el Adán. Dicen que todo es milagro de la Virgen.
       Así es como la Lucinda se halla en Calemar. Ésta es la historia. “¿Y la de la Florinda?”, preguntarán. Yo solamente quiero decirles que la buenamoza Lucinda hace buen juego con la Florinda, y la Hormecinda, y la Orfelinda, y la Hermelinda, y todas las chinas que han nacido aquí. Son cotejas. Por ellas, llegado el caso, haríamos lo que el Arturo por la suya.
       Sus bellos nombres nos endulzan la boca. Ellas mismas nos endulzan la vida. Son como la coca. Las queremos mucho los cristianos de estos valles.

IV
ANDE, SELVA Y RÍO

      Don Osvaldo Martínez de Calderón subió por el camino aquel “unos ratos a pie y otros andando” porque el caballo, con sus grandes y pesados cascos, resbalaba a cada rato en el filo mismo de las peñas. El buen zaino jadeaba suspirando la nostalgia de su ancha llanura costeña. El cansancio de don Osvaldo iba por delante, haciéndolo una curva y contando los quengos.
       Al fin unos álamos hicieron asomar sus copas a una loma y hombre y animal se detuvieron para dar sosiego al corazón y tomar el camino descansadamente. La cuesta había sido dura. Siempre rocas y guijarros en la delgada cinta del sendero y, a un lado y otro, cactos y patas de gallo de espinas prontas a herir. Los arabiscos se acabaron al salir del calor de la encañada y ya no hubo sombra de altos árboles. Los arbustos se aplastaban contra el suelo sin más tarea que la de extender sus zarpas contra los caminantes, de modo que un sol rabioso los chamuscó durante toda la cuesta.
       Don Osvaldo montó y al poco rato estuvo al pie de los dulces álamos y, siguiendo su alineamiento por un arcilloso camino, distinguió un techo de tejas rojas sostenido por gruesos pilares de madera que resaltaban nítidamente sobre blancas paredes. A un corredor de pretil pétreo se asomó primeramente un indio y luego un anciano de poblada barba. Era don Juan Plaza, el hacendado de Marcapata. Amarilleaba un sombrero de palma sobre su cabeza y le cubría el cuerpo un poncho habano claro que sólo dejaba ver las negras y opacas botas.
       —Apéese, señor, apéese… —invitó el viejo apenas el viajero se hubo acercado. Don Juan tenía para los forasteros una cordialidad ancha y firme como la casona a cuyo corredor desmontó don Osvaldo. Éste se alegró viendo una cara blanca y sintiendo una mano fina, pero su contento fue mayor al escuchar, aunque con el acento de la región, un castellano claro y suelto. Era el reencuentro del mundo dejado allá, abajo, hacia el sur, muy lejos…
       Sus ojos pudieron ver luego la naturaleza amable que rodeaba a la hacienda y descansaron en su manso sabor bucólico. Los trigales de un verde tierno se extendían aquí y allá, junto a las chocitas de los indios ante las cuales los magueyes levantaban su desnuda y silenciosa esbeltez. Vaquillas blanquinegras y bayas merodeaban junto a las pencas azules de los cercos y más arriba, por las pendientes grises de los cerros, los rebaños derramaban sus motas blancas arreados por pequeños perros de agudo ladrido. Yendo y viniendo por los caminejos amarillos, los indios anticipaban el crepúsculo con sus pollerones granates y sus ponchos multicolores.
       El anciano presentó a su familia —mujer, hijos y una nube de parientes— y luego pasaron al comedor sentándose en gruesas sillas de madera ante una mesa muy pulida. Era un cuarto enorme que hacía eco a las palabras con sus desnudos muros blancos. Leche fresca y pan moreno se sirvió el mozo ante el anciano, que charlaba de esto y aquello, y un perrito lanudo que lo miraba dulcemente.
       —Créame que es un placer para mí. Estas soledades lo son tanto que el encuentro con un ser civilizado, por raro, me hace el efecto de una revelación. Sí, mi señor don Osvaldo… sí, mi señor…
       —Igual que a mí, don Juan. Esos cholos de Calemar son atentos, pero no hablan sino de lo suyo. Uno jamás podría conversar mano a mano con ellos: no nos entenderíamos…
       El ingeniero da trozos de pan húmedos de leche al perrillo y luego ha de responder a todas las preguntas del dueño. ¿Y Lima? ¿Y la política? ¿Y el gobierno? ¿Habrá revolución? El joven no puede explicarse satisfactoriamente porque ignora tales cubileteos. Acaso podría dar una larga charla sobre Joan Crawford y Clark Gable, pero entiende que don Juan se halla muy lejos del asunto. Se hace lenguas de la nueva avenida y del Parque de la Reserva y termina por manifestar que él ha huido de la molicie capitalina y se encuentra por esos mundos en tren de explorador.
       —¿Conque a explorar la región, no? Entonces necesita usted guías —dice solícitamente el viejo.
       —Sí, claro.
       El anciano hizo sonar un silbato de carrizo y poco después un joven indio llegó. Era el pongo. Demostraba gran atención y parecía que más bien veía que oía las palabras. Su indumentaria se reducía a camisa, calzón y ojotas. El cabello cortado al rape mostraba un cráneo oblongo. En la yerta cara cetrina, gruesos labios se inmovilizaban bajo una nariz encorvada entre pómulos salientes. Solamente los ojos grises tenían vida y esa vida iba hacia el patrón, atenta, solícita, inclinada, rendida…
       —Anda donde el Santos y dile que venga mañana a ponerse a las órdenes del señor que ha llegado.
       —Sí, taita.
       El indio desapareció evidenciando un paso ligero con el repetido choclear de sus ojotas.
       —Le presto al Santos sólo unos días porque ahora estamos en los cultivos y lo necesito —aclaró el viejo.
       Por la ancha puerta entraba el crepúsculo. Tornose violeta la alba pared de cal y en los rincones las sombras comenzaron a apretujarse. El viejo hablaba despaciosamente, con la experiencia de un número de años que únicamente él sabía. El mozo replicaba en forma parca pero rotunda ante la obstinada preocupación de su interlocutor para que tomara en cuenta sus asertos.
       Se anudó una charla amena. Don Juan conocía la vida de la región a través de la suya, luenga y trabajada, y se remontaba al pasado con las propias palabras de sus antecesores. En las agrestes soledades puneñas la palabra rueda de boca en boca y cada relato pasa de los padres a los hijos y a los hijos de los hijos hasta nunca acabar. Cuando los hombres de la serranía abren sus bocas, aparecen jirones irrevelados de épocas lontanas con toda su frescura y su propio sabor. El relato es cifra, letra, página y libro. Pero libro animado y vivo. Ni que decir entonces de las cosas que don Juan tenía, según su propia expresión, al alcance de la mano y de las que podía dar razón con pelos y señales.
       —Ah, señor —argüía el anciano—, estas tierras son duras. Usted es nuevo aquí y tiene que andar con mucho ojo.
       La pared tomó jaspes azulencos y finalmente negros. Fue preciso encender la lámpara a querosén que estaba en el centro de la mesa. Una claridad mortecina surgió en la estancia, untando los maderos pulidos y haciendo brillar el hocico del perrillo. Las sombras inmovilizaron su negrura en los ángulos. El techo barnizado de humo era también como ellas sólo que en éste, proyectado por el tubo, se dibujaba un firme círculo de luz.
       —Sí, cómo no —replicaba el ingeniero—, pero usted sabe que la ciencia lo domina todo.
       —Desde luego, claro que sí. Pero el hombre ha de ser prevenido y baqueano por estos lugares —insistía el viejo encendiendo su cigarro en el tubo de la lámpara. Pitaba despacio y seguía con su cantinela—: Hay que andar con cuidado, mi señor…
       —Sí, mas todo es cuestión de utilizar métodos científicos.
       El viento entra súbitamente como un potro de ímpetu desbocado y crines sueltas. Don Juan se levanta a cerrar la puerta, golpea las hojas vetustas, y retorna.
       —Naturalmente, señor, comprendo. Yo hice mis estudios en el Colegio de Huamachuco, pero no vale siempre la ciencia. He visto llegar por acá jóvenes como usted, con mucha ilusión en el alma, pero que se volvieron a su Lima al poco tiempo, con las nalgas llagadas y el cuerpo cocinado por la erisipela y el viento de la puna. Hechos unos desastres ambulantes, mi señor. Otros han muerto. Los que fueron más allá, los que se arriesgaron, murieron, señor…
       —¡Murieron! —se alarma don Osvaldo. Y luego, recobrando su audaz calma de hombre preparado a todo evento—: Pero yo no moriré, siento que he de triunfar y tengo que triunfar…
       —Murieron, señor, como usted lo oye. En fin, le contaré…
       El viejo se recuesta en su silla. La barba alba y luenga tiene reminiscencias bíblicas. Sombreados irregularmente por hirsutas cejas, brillan dos ojos de una profundidad abismal. El ingeniero retira su silla cruzando las piernas y desabrochándose el cuello. Los minutos transcurren en una recopilación de recuerdos. En el amplio comedor pesa el silencio.
       —Ande, selva y río son cosas duras, señor. Hace algunos años pasaron por acá tres exploradores. El uno era peruano, Alejandro Lezcano, y los otros polacos. Iban armados de wínchesters, revólveres, planos, mapas, brújulas, conservas y todo un cargamento de baratijas, pues su objeto era explorar las selvas del Huayabamba, río que, como usted sabrá, nace en estos lados y va a desembocar al Huallaga. El joven Lezcano prestaba grandes esperanzas pues se había educado en Estados Unidos. Terminados sus estudios, volvió al país natal y estaba en Cajabamba, a donde había ido a dar un abrazo a su familia. Pero la suerte se eslabona como una cadena de acero a la cual no se puede romper: en eso llegaron los gringos. Primero se hicieron amigos por lo del inglés y luego porque Lezcano era muy digno, científicamente, de alternar con ellos. Le hablaron y quedó resuelto que los acompañaría, participando de las penurias de la expedición primero y luego de los beneficios.
       —¿Qué beneficios?
       —¡Uf!, señor. Si tenían concesión de la hoya del Huayabamba, una de las más ricas y que se encuentra casi virgen de la planta del civilizado. Hace años, muchos años, había un camino pero después cesó el tráfico y la selva lo llenó enteramente. Eran los tiempos en que se comerciaba con Pajatén, Pachiza, Uchiza y todos esos pueblos y también con los indios hibitos y cholones. Pero los indios comenzaron a matar cristianos. El pueblo de Pajatén desapareció, ya sea porque los indios lo arruinaron o solamente por miedo a ellos. Y figúrese usted que los tales salvajes llegaron, según contaban mis abuelos, a dejar sus selvas y a incursionar en los pueblos de esta provincia. Así arrasaron Contumarca y Collaí, matando a los hombres y llevándose a las mujeres. Cosa fiera, señor… Bueno: para peor, una crecida se llevó el puente que existía sobre uno de los afluentes del Huayabamba, todavía no navegable, de modo que hay que ir a pie hasta encontrar el río practicable. Uno de mis parientes tuvo la desgracia de estar por allí en esa situación. Venía con cargamento de sombreros y toda clase de yerbas de montaña, cuando encontró que el puente no existía. Esperando que bajara el río pasó muchos días y se le acabaron los víveres. Los indios cargueros que traía se le fueron y se quedó solo en medio de la selva y bajo una lluvia que no tenía cuando parar. Gracias a Dios que los indios no lo mataron. Una alforja de maíz crudo tenía por todo tener y así había de comerlo, porque la lluvia no le dejaba encender candela. Y aunque hubiera escampado, ¿cómo encender nada cuando los leños chorrean agua? Yo también he estado por allí y sé lo que son esas cosas, mi señor… A lo que iba: mi pariente pensó en su hacha y en un alto árbol que se levantaba ante él. Era tan grande que no se le veía la punta y comenzó a cortarlo de un lado, del lado del río, para que cayera sobre él y sirviera de puente. Días enteros se pasó cortando el árbol y comiendo su maíz bajo la lluvia terca. Al fin el árbol comenzó a gemir y después se desplomó con gran estruendo. Éste se prolongó como una hora: parecía que toda la selva se venía abajo…
       —¿Una ilusión o el eco? —interrumpe el ingeniero.
       —Nada de eso, señor. El palo era tan grande que alcanzó la ribera del frente y tundió los árboles. Un palo derriba a otro en la selva y así la caída se prolonga por kilómetros, dejando un surco en la espesura. La cosa no para sino cuando hay un claro en el bosque, o un río, o un árbol demasiado grande y enraizado. Ha habido caseríos y chozas de salvajes que han sido aplastados y ni que decir que mueren también los animales, las fieras, hasta los maromeros monos…
       —¿Pero a su pariente lo va a dejar usted en la selva? —chacotea el joven.
       —¡Qué ocurrencia! No le llegó su hora todavía. Mi pariente pasó por el gigantesco tallo pero ya no tenía que comer. Siguió por esas sendas de infierno como pudo, procurando no perder la trocha, y luego escaló las pendientes por donde los caminos son sólo nombre, prendiéndose de las raíces, de los pedrones y las matas, hasta que al fin llegó a las alturas con los vestidos hechos un andrajo, el calzado en pedazos y las manos desolladas. Ya no pudo andar más y por allí se cayó. Unos repunteros lo recogieron y llevaron a su choza pero la comida le daba náuseas. Así pasó muchos días. A todo esto, había dejado su cargamento y cuando sanó fue con otros a traerlo. No encontró sino un desastre: las fieras habían rasgado los bultos y hecho todo pedazos…
       —¿Y Lezcano y los otros? —pregunta el ingeniero, ajustándose las sienes y evocando sus lecturas de Kipling. No creía que sucedieran esas cosas en el Perú, por aquí no más, al voltear los cerros, en fin…
       —A eso iba, señor. Esos señores tomaron guías de estos lugares, gente que había ido en otro tiempo y conocía bien. Entraron así a la selva, confiados y animosos, porque era el tiempo que “no llovía”. Pero en la selva llueve (intensidad más, intensidad menos) catorce meses al año. Encontraron todavía el árbol por el que pasó mi pariente, ya muy carcomido por el tiempo, volviendo a la gleba de la que salió. Un ejército de hormigas rojas que iban y venían lo tenía también de puente. Luego se vieron en pleno corazón del bosque, entre el fango y una espesura que no dejaba ver el sol ni permitía orientarse y ni siquiera andar. Los guías valían más que las brújulas y ellos iban por delante, machete en mano, abriendo trocha. La lluvia caía a torrentes y de nada valían los árboles más frondosos contra ella. ¿Se imagina usted?
       —Claro, una situación difícil…
       —Sí, pero una cosa es imaginarla y otra es sentirla. Hay que estar entre fieras, insectos y reptiles y bajo una lluvia perenne para comprender la infinita tortura de los días. Pero nada es tan tremendo como la selva misma, como la vegetación en sí. Siempre ante los ojos troncos añosos, ramas, bejucos, lianas, en una confusión tormentosa, en un entrevero inextricable, deteniendo y enredando al hombre, haciéndolo caer, aprisionándolo… Así las cosas, un día llegaron al borde de un río que era ya probablemente el Huayabamba.
       —¿Pero por qué no fueron por las playas del afluente? —arguye la lógica del ingeniero.
       —Señor, si los ríos pequeños casi no tienen playa. La selva se levanta desde sus bordes y siempre hay malos pasos y bajadas y subidas entre las rocas que se encuentran de trecho en trecho, de modo que es casi lo mismo y a veces peor que ir por el riñón del monte. Pero allí al lado del río, encontraron una casucha de las que levantan los salvajes para acampar, con señales frescas de fuego. Los guías se espantaron pues los hibitos ya debían andar por allí. Pese a todo, se internaron al otro día en busca de palos para hacer una embarcación y, llegado el momento, se detuvieron a almorzar sus conservas. Un guía dijo que cerca corría un riachuelo y que ése era el sitio del pueblo de Pajatén. Nada quedaba del tal pueblo. La selva se había enseñoreado ya y los árboles y las lianas formaban un conglomerado sombrío en el lugar donde antes se alzaban las casas de los pobladores. Los expedicionarios se pusieron alegres, diciendo que hasta la desembocadura en el Huallaga no quedaban sino veinticinco leguas que harían fácilmente en balsa, y en eso escucharon un rumor de hojas pisadas y distinguieron entre la espesura a un hibito que cazaba con cerbatana. Soplaba el indio su tubo y los virotes salían con una velocidad que no permitía ver sino un surco oscuro en el aire. El infiel se alejó en el monte al parecer persiguiendo los pájaros, sin dar muestra de haberse apercibido de los extraños. Tenía la cara teñida de achote y vestía de azul pues el tocuyo que cambian a los negociantes que remontan el Huallaga lo tiñen siempre de ese color.
       —¿Pero iba a regresar con otros? —inquiere el ingeniero viendo que don Juan no termina la historia del hibito.
       —Probablemente, señor. Son indios bravos y quien no los conoce que los compre. Ellos y los cholones andan a matarse y cuando encuentran un blanco desprevenido lo matan también, y aunque no esté desprevenido si es que tiene algo que robarle. Son ociosos como no hay otros, de mal genio y les gusta emborracharse siempre con esa porquería del masato.
       —¿Verdad que interviene la saliva?
       —Sí, señor. Para hacer el masato se masca la yuca y luego se la arroja a recipientes de madera donde fermenta con el agua suficiente. Eso es el masato. Bueno, ¿pero creerá usted que yo lo he bebido y bebido con gusto?
       —¡No me diga!
       —Sí, mi señor. Ahora digo porquería pero hubo vez, y luego muchas veces que no me pareció así. La primera fue cuando volvía remontando el Huallaga. A la ida uno va en la canoa, pues los infieles son muy buenos para salvar los pongos y rápidos. Pero a la vuelta, la canoa no los puede remontar de manera que hay que sacarla a tierra en esos sitios y andar con ella a cuestas. Un día nos hallábamos echando los bofes, canoa al hombro, entre un infierno de piedras y lianas. Yo estaba agotado de cansancio y no podía andar. Entonces un indio me ofreció su poro de masato y yo bebí, bebí… No me pareció sucio ni repugnante. Era dulce y reconfortaba. Bebí, bebí… señor, y en la selva lo usé siempre desde aquella vez. Ahora lo recuerdo y me río de mis melindres…
       El ingeniero no interroga y el viejo se silencia un momento. Piensan ambos que, en medio de la naturaleza primitiva y salvaje, el hombre se vuelve como ella, insensiblemente, y acaso llega el momento en que hasta la carroña es buena para prolongar la existencia que se debate en medio de una lucha que no admite regateos ni evasivas.
       —Bueno, señor —prosigue el anciano—, los guías ya no quisieron permanecer en la selva. Por otra parte, estaban aburridos de ser carne de murciélagos. Abundan tanto y son tan voraces que llegan a atacar hasta a los hombres, especialmente las noches sin luna. Cuando ésta sale, se duerme en un sitio donde llegue la luz y los vampiros no acuden. Pero la sombra es su aliada y la sombra nunca falta en la selva. Al despertar de esas noches lóbregas, ellos tenían que contar hasta dos y tres heridas en el cuello y los pies. Los bichos ensangrientan hasta los pájaros del monte y las gallinas que crían los infieles…
       El ingeniero apunta con toda su devoción de antiguo alumno del Colegio de la Recoleta de Lima:
       —¡Infieles!, hace rato que me habla de infieles, ¿así es que no creen en Dios?
       —Quién sabe, señor… Ellos creen que Dios es el árbol más alto o el río más grande y tienen sus ritos y sus brujos que los adoctrinan. Si se hacen cristianos es por el interés. En tiempos pasados iban frailes misioneros que obsequiaban a los indios con el objeto de atraérselos porque las prédicas (y más todavía teniendo que emplear intérprete) no daban resultado. Les parece muy embrollado lo de los misterios de la virginidad de María o de la Santísima Trinidad y menos pueden aceptar eso de que un hombre se deje matar para salvar a los otros. Un hibito recibió un cuchillo, un espejo y varias cuentas de vidrio por haber dejado bautizar a su hijo… Bien: al día siguiente volvió con el muchacho para que lo bautizaran otra vez…
       —Pero no termina usted nunca con su historia de los exploradores, don Juan —bromea el ingeniero.
       —Pero si usted tampoco acaba nunca de interrogar y hacer apartes. Usted pide aclaraciones más que oraciones las ánimas benditas… Bueno: voy a terminar, espere usted. Pese a todas las ofertas de los expedicionarios, los guías se volvieron a contar la historia dejándolos entre sus wínchesters, sus revólveres, sus mapas, sus planos, sus conservas, sus brújulas y sus chucherías…
       —¿Y?
       —Y no se supo de ellos nunca. No llegaron al otro lado, allí a los pueblos donde hay blancos, ni a éste aparecieron más. Es la selva, mi señor…
       El joven ingeniero se digna pensar las cosas realmente y se queda un largo rato silencioso. Don Juan lo contempla desde su experimentada ancianidad y no se sorprende cuando le oye afirmar:
       —Bien, bien, les faltó sistema…
       —Todo lo que usted quiera, señor. Pero en estos lugares hay que saber lo que ellos mismos enseñan. ¿Quién lo salva a usted de una víbora o de un golpe certero de cerbatana? ¿Quién de la selva laberíntica, de la correntada voraz o del abismo que se abre ante sus pies y lo marea para que en él caiga?
       —Ya verá usted, mi don Juan, que yo hago por acá algo bueno y grande.
       Don Juan —gallo viejo— quiere matar con el ala y pregunta como si no le preocupara:
       —Bueno, ¿qué es lo que piensa usted hacer a todo esto?
       —Lo de la selva y la hoya del Huayabamba me ha despertado curiosidad y acaso efectivo interés… Quizá ampare minas que dicen que hay por estos lados… En fin, será cuestión de ver.
       —Ya ve, amigo, que hasta ahora está usted indeciso. Ya le oiré después un cuento. Suba al cerro Campana, amigo, que de allí verá usted todo esto. Es bueno por lo menos ver… después explore lo que quiera, pero ande con tiento. ¿Piensa ir a Bambamarca? Bueno: diga apenas llegue que se encuentra usted enfermo…
       —¿Se ríe de mí, don Juan?
       —Le aseguro que no. Esos indios bambamarquinos son muy quisquillosos y cualquier cosa la interpretan como menosprecio. Lo agasajarán y hospedarán a usted el alcalde o el gobernador porque, eso sí, son hospitalarios. Bien: le sirven a usted una gran lapa de papas y un gran mate de cushal, o sea sopa, y otro de ocas. Tiene usted que terminar con todo, porque si no lo hace así no le dan de comer más. No conciben una persona con otra hambre que la que ellos tienen y piensan que, si usted deja un poco de la comida, lo hace por desairarlos… Así es que, de primera intención, pide que le hagan agua de toronjil o azahares que siempre llevan de Calemar y jura que padece del estómago como el que más. En este caso, si usted come poco, las relaciones no se interrumpen…
       El ingeniero ríe con toda su civilización y su gramática parda. Ya le habían dicho que esos indios son unos estúpidos, pero también llegarán buenos tiempos para ellos.
       —Crea usted, mi don Juan, que con la empresa que traiga por aquí variarán hasta las costumbres. Otra cosa que me revienta es que coqueen. Que fumen pero que no coqueen. Esa rama los tiene embotados y adormecidos. Creo que buena parte de la psicología indígena y mestiza se debe a ella. Años y años enervándose así…
       —Sin duda, señor. Mire: yo le aconsejaría el río, el Marañón. ¿Por qué no lava oro? Eso es un emporio de riqueza, de metal tirado… Ya soy viejo, que de lo contrario estaría por allí lavando pero el clima y los mil bichos darían ahora cuenta de mí…
       —Ya verá lo que resulta, don Juan, hará época…
       Una vieja india de piel terrosa entra a la pieza con el viento. Parece un retazo de sombra bajo sus negras vestiduras. Con el añoso cuerpo encorvado, las manos juntas y la vista en el suelo, anuncia que la comida está lista en un tono de voz indefinible. Luego vuelve a la noche.
       —Yo tendría mucho gusto… sí, mucho gusto… Pero ande, selva y río son cosas duras, señor.

       Con la picazón de la selva adentro, el ingeniero parte hacia las cumbres apenas revienta el nuevo día. Ha de ir hasta la cima de aquel cerro que difícilmente se distingue entre un retaceado rebozo de nubes para contemplar la región y trazar sus planes. ¿Minas, selva? En medio de esta brava y pródiga naturaleza tiene que implantarse una compañía potente que la domeñe y civilice, que haga caminos e instale maquinarias para explotar maderas, minas, frutas, lavaderos, y todo lo que se encuentra tirado ante la mano del hombre, quien no se digna siquiera extenderla.
       El guía es un indio prieto y anguloso como las montañas, que marcha con paso invariable delante del zaino que monta el ingeniero. Éste quiere armarle conversación pero él se limita a responder parcamente, dale y dale al checo calero, masca y masca la coca buena. El visitante va haciendo “inteligentes” deducciones y apunta el hecho de que el hombre ritma con la naturaleza y así en el valle es conversador como el río y los árboles y en la puna se enmudece como ella a medida que asciende. Se cruzan con un bambamarquino que baja arreando un par de asnos peludos.
       —¿De dónde vienes?
       —Bambamarcas, taita.
       —¿Vas al Marañón?
       —Sí, taita.
       —¿A traer coca o plátanos?
       —Sí, taita.
       —¿Lloverá hoy?
       El indio contempla el cielo volviendo la cabeza a todos lados.
       —Nuay ser, taita.
       El ingeniero espolea su zaino y alcanza al guía, que se ha adelantado, pensando si conseguirá que hable un poco más.
       —¿Por qué no hablan los bambamarquinos?
       —Asies su ser, taita.
       —¿Y tú?
       —Tamién pue, taita.
       El indio de la hacienda guarda el secreto al de la comunidad y el suyo propio. Sabe bien que todos hablan, larga y entretenidamente, pero no con los blancos. Apenas ven un rostro claro o una indumentaria diferente a la suya, sellan sus labios y no los abren sino para contestar lo necesario. Solamente sus corros fraternos, formados en familia a la puerta de las chozas o comunitariamente al borde de las eras o las chacras, escuchan las disertaciones sobre las incidencias de la vida diaria y las bellas consejas. Allí se sabe del sollozo de las plantas en la sequía, de cómo la laguna se pone roja recordando la muerte de muchos guerreros antiguos que fueron degollados y arrojados a ella por sublevarse, de lo que dice el sol cuando las nubes pasan frente a él y cómo los truenos son producidos por San Isidro, el patrón de los chacareros, quien —jinete en un corcel herrado y brioso— galopa por los cielos ordenando la lluvia buena. O también una maravillosa historia, por ejemplo la del tal Tungurbao, que apareció por Chuquitén y era un hombre que no se supo de dónde vino ni a dónde se fue, pero que estuvo mucho tiempo por allí, tañendo su flauta de oro en las noches de luna, atrayendo y seduciendo a las mocitas con el hechizo de su música melodiosa, clara y alta —tanto como para llenar con ella la comarca— nunca oída antes ni después. Tungurbao desapareció acaso porque le apenaran las lágrimas de las madres o porque terminara su pacto con el Diablo. Esto sucedió hace mucho, pero mucho tiempo…
       La cima del cerro Campana está pegada al cielo.
       Los viajeros dejan a un lado el pueblo de Bambamarca, apiñado junto a una tersa laguna que refleja sus casitas de combas paredes de piedra y techos filudos como hachas, y comienzan a escalar una senda difícil. La naturaleza cambia también. Los arbustos se hacen más y más raros. Los sembríos más y más escasos y una paja amarilla se levanta a un lado y otro de la huella engarzando en sus fibras brillantes gotas de agua. Hace frío ya y el viento arde en los labios.
       La roca se muestra en gajos filudos contra el camino, en el camino y hacia abajo en barrancos. Por allí ha de subir el zaino, por esa faja tortuosa que hace equilibrios y es resbalosa como jabón. Hay de trecho en trecho vaquillas metidas entre las rocas, ramoneando el ichu duro y quebradizo. El zaino inicia su viacrucis de animal bisoño en la serranía. Caídas y resbalones y un detenerse para mirar —caballo y jinete— recelosamente los abismos que el cerro comienza a ahondar junto a sus lajas perpendiculares. Y a seguir nuevamente, paso a paso, curva a curva, escalón a escalón. ¿Hasta cuándo? Hasta siempre. No piense sino en pasar trabajos quien quiera que la puna le dé bienes.
       El ingeniero vuelve la cara hacia atrás y mira, allá abajo, el pequeño pueblo de Bambamarca reducido hasta ser uno de juguetería. Los hombres se mueven como hormigas y la azul laguna es solamente una pupila por donde mira la tierra a la vasta amplitud cordillerana.
       Pero una densa niebla avanza progresivamente envolviéndolo todo. Al poco rato el pueblo, los cerros, el cielo, el camino, son tan sólo recuerdos tras un vellón albo. El guía es un borrón gracias a su cercanía y su poncho oscuro.
       —Si sigue así, ¡no vamos a ver nada!
       El indio precisa, seco:
       —De mañana asies, ya aclarará dejuro…
       Y dale al checo y a la coca. Y el ingeniero a su inquietud alerta a los tropezones y caídas de la bestia. De pronto, colándose por la sabana revuelta de la niebla, un canto triste y un balar de ovejas. Una pastora y su manada están por allí y produce al joven una sensación rara el hecho de sentir vida en sus contornos y no tener de ella más noción que la del sonido.
Guapi, guapi, cóndor,
no te lleves mi corderú,
no te lleves mi corderuuuúu…
       La voz es delgada y se expande blandamente en una mezcla de sollozo y de ruego, pero luego se levanta y arrebata sin dejar por eso el tono de melancolía:
Porque si vos lo llevas,
morirás el primerú,
morirás el primeruuuuúu.
       Don Osvaldo se siente un poco triste. Es contagiosa la tremante congoja de estos cantos que articula el dolor desde las entrañas de una raza sufrida y paciente, víctima de una servidumbre despiadada y de la cordillera abrupta e inmisericorde. Cantos que son hijos del hambre y el látigo, de la roca y la fiera, de la nieve y la niebla, de la soledad y del viento.
       La tonada se queda atrás y se pierde al fin, pues ya han subido mucho, pero la cuesta no se advierte en su rudeza sino por los escalones, y las salientes de las rocas que rozan los estribos. Niebla, niebla. Ya no hay paja siquiera. Apenas se distinguen, a la vera del camino, plantas de hojas anchas y pegadas contra el suelo. Niebla. Sí: es cosa de acostumbrarse y aguzar la mirada. Don Osvaldo logra ver, a unos cuantos metros, que las rocas son negras y azules y los bancos pétreos se superponen cada vez más revueltos y riscosos. El sendero se pierde en los guijarros y las lajas, por lo que el guía se detiene:
       —Dejaremos el caballo, nuay poder subire…
       El zaino se queda atado a un pedrón, relinchando penosamente al ver que los hombres se alejan y poco después desaparecen en la niebla.
       Las ojotas blandas son mejores que las botas claveteadas allí donde las rocas extienden grandes planos inclinados, fraccionan pequeños guijarros mal trabados y afilan picos que no ofrecen firmeza. El ingeniero resbala a cada paso y el guía ha de ir a su lado para evitar que caiga y se haga pedazos en las rocas de la fragorosa pendiente. Zumban los oídos del mozo y el guía siente unas manos tiesas y heladas entre las suyas. Es difícil respirar. Acaso el aire no exista.
       —Nos regresaremos, mejor…
       —Más una nadita, y ya llegamos parriba…
       Prosiguen, cogiéndose de las salientes. La niebla esconde tercamente los despeñaderos que se hacen aún más tremendos en la imposibilidad de ver el fin. Un esfuerzo más, aferrándose con pies y manos, y ya están sobre una cresta desnuda por la cual el guía avanza haciendo memoria, fijos los ojos en los picos y las grietas. Caminan un poco todavía, el joven con un cansancio de muerte en las piernas, hasta llegar a un picacho negro en cuyas rajaduras la nieve se ha cuajado formando una cristalería burda y brillante.
       —Aquies, taita.
       —¿La punta?
       —Sí, taita.
       Don Osvaldo llega al lado del guía y se sienta. La niebla se va rasgando en amplias cortinas que el viento revuelve. La fuerte corriente de la cordillera agita y extiende el poncho del indio en un intento de llevárselo y clava en el ingeniero, a través de la gruesa chompa, buidos estiletes de hielo.
       El joven siente golpear su corazón en un trágico galope de angustia y las sienes le palpitan como si quisieran abrirse en medio de un calofrío que le recorre los nervios de la cabeza a los pies. Un chorro de sangre brota de sus narices y se desespera entonces, y estalla:
       —¿Me has traído a matar aquí, indio bestia?
       El indio huiría si no viera brillar el revólver.
       —Indio imbécil, inconsciente, estúpido —sigue jurando el ingeniero, mientras enrojece el pañuelo que sostiene en sus narices con temblorosas manos.
       —Sies el soroche, taita… Masque coquita…
       Y le tiende la talega polícroma donde guarda la hoja finamente picada. Don Osvaldo toma un puñado y lo masca presurosamente. Cal también, así, sin perder un segundo.
       Ha asomado el sol, cercano pero frío. Esplende majestuosamente sobre las nubes que se arremolinan aún abajo y corren empujadas por el viento veloz. El mozo, en tanto que pasa la saliva dulciamarga, cierra los ojos porque nada habla ya a sus sentidos. Un enervamiento calmo lo invade y apenas siente dos silencios humanos en medio de un gran silencio cósmico. ¿Es la muerte?
       No, no es tal. Ha mirado hacia allá, hacia el oriente, y se ha ido poniendo de pie tomado por una impresión sobrecogedora. Hacia allá, hacia el oriente, mal oculto por hilachas de nubes, hay un mar negro cuyo fin no se distingue. El Campana desciende en estribaciones abruptas hasta perderse en esa gran oscuridad ondulante, apretada y honda, silenciosa y vasta, en cuyo seno se opacan los rayos del sol. Es un mar formado de noche. Es la selva.
       En el horizonte, el cielo simula el fin con nubes plúmbeas pero se siente que aquella oscuridad no acaba allí, que se prolonga hasta cubrir la faz de un mundo insospechado en cuyos bordes el hombre nunca puede intuir el límite.
       El ingeniero se dice a sí mismo: “¡es la selva!” y sus palabras resuenan extrañamente en el silencio y su última célula vibra y el postrero rincón de su alma tiembla percibiendo la paradoja del deslumbramiento negro.
       Una faja blanquecina se apaga entre la vasta noche diurna y se puede pensar apenas que es un río. ¡Qué de árboles milenarios entrecruzarán allí sus ramas en una inacabable voluntad de existencia y si es que caen (¡don Juan!) haciendo surcos en la espesura, ellos serán borrados allí mismo por esa cerrazón creciente, por ese extenderse ilimitado que no sabrá de tiempo porque ha de rebasarlo y vencerlo eternamente! Es la selva.
       El ingeniero quiere articular su emoción y vuelve los ojos al guía, pero él está mudo e impasible como las rocas. Sí, como esas rocas que se ven más allá y las que siguen hacia el norte formando cresterías innumerables, en una sucesión atropellada y majestuosa. El Callangate y el brillante nevado de Cajamarquilla, silenciosos y erguidos en un sereno orgullo de colosos, dominan el encadenamiento de cerros a cuyo final la vista no alcanza…
       ¿Se podrá ver el principio? El sur tiene la misma respuesta negativa, pues los cerros se entrecruzan haciendo asomar sus cúspides agudas sin dar razón del comienzo. En sus faldas, las chacras son apenas leves manchas, Bambamarca semeja un montón de piedras rodadas y el hombre y el animal desaparecen en la inmensidad y la lejanía. En el horizonte, siempre el cielo con sus falsas nubes de escenario. Y lo mismo hacia el occidente, los mismos gigantes de piedra que yerguen y afilan sus rudas aristas para hurgar la zona hacia la cual los hombres miran en busca de Dios.
       Y entre las cordilleras, entre esos cerros de occidente y estos de oriente, una gran faja blanca en lo profundo, reptando como una gran serpiente por sus bases, aunándolos y apretándolos para guiarlos en la atropellada marcha. Es el Marañón, el río grande como los andes y como la selva. Algunas faldas abultadas lo ocultan pero siempre dejan adivinarlo, pues la faja asoma una y otra vez desenvolviéndose en amplias curvas hasta perderse tras el Cajamarquilla, haciendo afirmar rotundamente que no termina allí sino que se prolongará hasta que sea su propia voluntad el acabarse…
       “Ande, selva y río son cosas duras, señor”.
       Eternas.

V
MUCHOS PEJES Y UN LOBO

      El río estaba merma y merma y con el viejo Matías balseábamos a los forasteros fácilmente. Palizadas no pasaban ya. La balsita del Roge se ufanaba de sus contados palos. La tregua del verano advenía con suavidad de espuma ribereña.
       La vuelta del agua a sus antiguas lindes dejaba en la playa brazos que daban tentación. Allí colocábamos nasas. El viejo gozaba como un bendito poniendo esos embudos de carrizo o caña brava en las correnteras y no había peje que se escapara. En los remansos, formados al pie de los pedrones, pescábamos con dinamita. Hay que ser mañoso para tener éxito en este trajín. Primero se echa pedazos de yuca y de carne cocidas. Los pescados vienen a devorar la presa y van llegando y llegando cada vez en mayor número. De repente, ahí les va el cartucho. Ellos ven el conjunto de mecha blanca y bollo gris y se acercan en turbión, cuando he allí que revienta el bocado y van flotando panza al aire. Hay que ser buen nadador para alcanzarlos entre la corriente y maniobrar rápido, pues se escurren como azogue, para tirarlos a la orilla. Cuando salen del remanso ya no se persigue sino a los grandes.
       En todo esto nos pasábamos el tiempo. Yo no ponía mano en mi platanar y don Matías no llegaba a irse al Recodo del Lobo. ¿Y qué sería del Arturo y del Rogelio?
       El viejo decía:
       —Los muchachos sian aplicao al trago dejuro. Siel río sigue bajando, será e peligro que pasen po Lescalera… Güenes la merma, pero ya no tanto.
       Y entonces yo me ponía a pensar seriamente en La Escalera. Es una larga extensión por donde el río corre sobre un lecho de piedras filudas, bordeado de rocas cortadas a cincel que forman un paso muy estrecho. Es un pongo. Las piedras surgen como punzones y hay que irlas esquivando en medio de un rugido salvaje que impide escuchar las palabras y hasta los gritos. Si van más de cuatro, se nombra un Balsero Mayor quien, parado o acuclillado al centro de la balsa, va viendo el rumbo y gritando: “¡derecha!”, “¡izquierda!”, “¡juerte!”, y nada más. Los balseros hunden las palas con toda su alma en el agua turbulenta, arrodillados al filo de la embarcación en una especie de oración primitiva a las fuerzas de la naturaleza. Cuando el río está muy crecido, cubre las rocas y solamente hay que tratar de no estrellarse en el recodo que asoma a la salida del mal paso y esquivar las chorreras de los costados, pero la corriente es tan violenta que el peligro de un estrellón y el consiguiente desamarre de la balsa es casi ineludible. Por esto, es mejor esperar que las aguas bajen un poco. Pasando La Escalera, no hay que temer. Uno puede ir tirado sobre la balsa, muy sí señor, mascando su coca y fumando mientras contempla los árboles de las playas, las peñas decoradas de cactos y las gritonas bandadas de loros que pasan agitando las alas en un conglomerado verde y vibrátil.
       Yo le decía a don Matías:
       —Ya vendrán. El Arturo es un balserote de cuenta y el Roge sale a nado.
       Y el viejo ratificaba, convencido:
       —Sí, pue.
       No decía más pero se quedaba mirándome, orgulloso de su raza, como haciendo constar que él era el taita de tamaños hijos.
       Mientras tanto seguíamos pescando que era una bendición. No es cosa de perder la oportunidad cuando los pejes abundan y en el verano, ya lo sabemos, los brazos y los remansos desaparecen pues el agua entra a un cauce acanalado en años y años de pasar. Entonces hay que estar poniendo anzuelos para que se prenda cualquier pescadito chirle aunque verdad que siempre acuden porque, con el agua limpia, pueden ver el cebo a la distancia.
       Estábamos pescando en una profunda poza que se había formado en una hondonada de la playa y era alimentada por un brazo de río. Los numerosos boquichicos —¡ya verían con la dinamita!— no sabían qué hacer buscando sitio para sus cuerpos.
       —¡Ve los Encarnitas… ve los Encarnitas! —bromeaba el viejo.
       Suyo es el chiste. Tales pejes son muy bocones y por eso su nombre sirve de apodo al Encarna, ese cholo que vive al final del valle y maneja una jeta de oreja a oreja. Cuando viene a la casa de don Matías, éste le grita a su mujer: “Melcha, fríete un boquinada”. Y cualquiera de los que están por allí se extraña: “¿Boquinada?”. A lo que el viejo retruca, guiñando el ojo: “¡Sí, pue, porque aura su nombre e verdá es mala palabra!”. Los otros se ríen y el cholo Encarna se hace el sordo. De éstas tiene el viejo.
       Don Matías se hallaba parado a la orilla de la poza, en trusa no más, cuando de pronto dio un grito y se zampó al agua de cabeza igual que un pato. Ennegrecía el agua ya turbia removiendo el limo del fondo, pero pude observar que se movía como un cangrejo tras un bulto oscuro. Se le escapó y tomó altura, saliendo al brazo. Era un lobo habano claro, cubierto con su característica sustancia gelatinosa que brilla al sol. El viejo ya estaba tras él y yo me lancé al brazo para atajar al animal que, viéndose entre los dos, saltó a la playa para irse al río de frente. Los lobos no pueden correr en las piedras que no están bajo el agua y más si, como ésas, se hallan calientes de sol, de manera que el viejo lo alcanzó pronto. Se le escurría por su gelatina. Logró cogerlo en tanto que el animal le clavaba los dientes en la palma de una mano. Todo pasó en el tiempo de un relámpago. El viejo lo aferró de una pata, haciéndose soltar en el estertor de la lucha para darle una voltereta en el aire y estrellarle la cabeza contra las piedras. El lobo murió tiritando.
       Don Matías se chupaba la herida y viendo al muerto tirado largo a largo, se rió:
       —Yo le daré ondel Roge su cuerito pa que lo venda.
       Y seguía riendo y dando con el pie en la panza fláccida del lobo:
       —¡Ah, condenao!, conque quitándole la ración e pejes a los cristianos, ¿no?
       Su sangre salpicaba las piedras. De pronto se puso pálido.
       —¿Le duele la mano?
       —Quesqué —gruñó— es una corazonada lo que mia dao…
       Y miró al río, que ya no estaba siquiera amenazador. Al contrario: las aguas bajaban cada vez más y hacían un murmullo manso. La entreabierta boca del viejo se contraía en una mueca rara.
       Cargué el animal y echamos a andar. No hablamos una palabra en el trayecto ni cuando llegamos a la casa y menos al pistar el lobo. Salamos el cuero y el sol lo secó rápidamente. Era flexible y sedoso y daba gusto pasar las manos sobre él, pero don Matías ni lo miraba siquiera.


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