sábado, 18 de julio de 2020

La vida gris/Julio Ramón Ribeyro

Julio Ramón Ribeyro
(Lima, Perú, 31 de agosto de 1929 - Lima, 4 de diciembre de 1994)


La vida gris
Originalmente publicado en la revista Correo Bolivariano (1948);
La palabra del mudo: cuentos 1952-1972, Vol. I
(Lima: Milla Batres, 1972, 291 págs.)


      Nunca ocurrió vida más insípida y mediocre que la de Roberto. Se deslizó por el mundo inadvertidamente, como una gota de lluvia en medio de la tormenta, como una nube que navega entre las sombras. No tuvo una emoción fuerte, ni una aventura imprevista, ni una calamidad sonora, que coloreara la página blanca de su vida. Todo en él fue blando, suave, entregado con mesura, vivido sin contrastes. No fue lo suficientemente bruto para sentir felicidad de no pensar en nada, ni lo bastante inteligente como para sufrir la angustia de saber más. Ni serio ni jocoso, ni bueno ni malo, ni estéril ni imaginativo, era como el agua tibia, como un árbol sin savia, como una sonrisa sin expresión.
       Ni siquiera un rasgo de su semblante fue llamativo u original. De mediana estatura, de complexión delgada, sus ojos carecían de potencia, como una lámpara mal encendida, y su voz era de un tono tan vulgar como corriente era el color de sus cabellos.
       Su presencia no era ansiada ni evitada, pues no poseía aquella parquedad desagradable, ni era tan parlanchín que fastidiara. Saludaba, hablaba de cosas banales, decía lo que cualquiera otro hubiera podido decir, y se alejaba sin haber comunicado ninguna novedad, sin haber despertado ningún efecto. No se notaba su presencia en el grupo de sus amigos cuando asistía, ni se reparaba en su ausencia cuando faltaba. No poseía ninguna particularidad notable que lo definiera, pues no sabía cantar, ni contar chistes, ni decir piropos. A todos les era indiferente, y por todos pasaba desapercibido. No se sabía que le gustaba, a qué era aficionado, cuáles eran sus ideales, pues a nadie le interesaba preguntárselo, y el tampoco se afanaba en referirlos.
       Cuando se encontraba con un conocido en la calle, conversaba sobre temas generales, sin profundidad ni elegancia, sin hablar de sí mismo ni incurrir por el destino del otro, como quien observa una fórmula social; y al despedirse, seguramente que su interlocutor se olvidaba que acababa de sostener una conversación.
       Jamás alguien le consultó una opinión ni le pidió un consejo; ni tuvo un amigo más amigo que otros, ni un apodo cariñoso que exagerara alguno de sus rasgos. Nada en él llamaba la atención; todo en él era gris y normal, sosegado y neutro, limitado y barato. Sus exámenes no fueron brillantes que despertaran envidia, ni desastrosos que produjeran risas. Sus notas eran treces y catorces.
       A no ser que lo vieran, no vivía en la conciencia de nadie. No se recordaba de él, alguna opinión audaz o algún silencio elocuente, alguna pose elegante o alguna actitud gallarda. Lo que él hacía pronto se olvidaba, como se olvidaban todas sus palabras que sólo el viento guardó.

       De niño, en su barrio, palomilleó como todo rapaz, pero a excepción de una pedrada que le cayó en la cabeza y un vidrio que rompió, no le sucedió nada notable como a otros muchachos de su edad; jamás lo mordió un perro, ni lo tomó preso un policía, ni lo atropelló una bicicleta, ni lo maldijo una vieja.
       Siendo de la clase media no tuvo lindos juguetes; pero no le faltaron los soldados de plomo, ni el carro de cuerda. De este modo no lo impresionó el gozo de la abundancia, como tampoco lo contristó el dolor de la escasez.
       No hizo viajes largos que dejaran en su memoria recuerdos de paisajes, ni tuvo muchos parientes, ni lo quisieron mucho sus padres.
       De su infancia, pues, no tenía nada que contar.
       Su adolescencia fue igualmente mediocre. Conoció el mal y el mundo, sin asombrarse mucho, sin que nada despertara su pasión. Todo le pareció justo y corriente. Pecó sin sentir mucho remordimiento, y creyó en Dios lo suficiente como para no pensar en Él.
       No siendo vehemente ni tampoco apático vivió un sentimentalismo moderado; hubo mujeres hacia las cuales se sintió atraído, pero nunca trató de discriminar la naturaleza de esta atracción. A ninguna cayó simpatico, pero también por ninguna fue odiado. Y el aceptó esta diferencia serenamente, creyéndola normal, sin sentirse herido en su vanidad, ni vulnerado en su amor propio.
       Su cultura era mediana. Como todo muchacho había leído a Verne, a Dumas y a otros escritores de folletín; pero, de seguro, no sabría qué autor le había gustado más, o qué personaje le inspiraba más simpatía. No se preocupó nunca en señalar sus predilecciones literarias.
       En el colegio no se apasionó por ningún curso; estudiaba sin curiosidad, sin emoción, como si cumpliera un deber natural, un mandamiento; y en su memoria guardaba paletadas de nombres y de fechas que jamás trató de ordenar o rememorar. Lo vivido era para él inservible.
       Cuando abandonó el colegio no lo extrañó, y al enfrentarse a la vida no sintió más leve intranquilidad. Sin inclinaciones personales siguió la carrera que le designó su padre, y por ella andó paso a paso, sin fastidio, pero tampoco sin entusiasmo.
       Poco filósofo, no se hizo ningún problema de su existencia, ni jamás se preguntó para qué vivía. No experimentó la delicia de navegar en alas de la metafísica, ni el terror de enfrentarse a los problemas de la religión. No tuvo una posición ideológica definida, ni ideas motoras que lo arrastraran hacia una meta; todo lo contempló sin la curiosidad del artista ni la emoción del poeta: con la indiferencia del burgués.

       Las circunstancias de su vida contribuyeron a fomentar su medianía. Sin haber nacido en una ciudad prestigiosa no podía enorgullecerse de su origen; mas, como no había venido al mundo en un caserío, era injusto avergonzarse de su cuna. No descendiendo de una familia rica, no llamó la atención por su fortuna; pero como tampoco era pobre, no pudo impresionar por su miseria.
       La fecha de su nacimiento no coincidió con ninguna conmemoración famosa, ni fue su nombre de pila un nombre original o inaudito, ni tuvo su apellido un rumor rancio de nobleza.
       No siendo su padre un personaje notable, se vio privado de toda responsabilidad familiar; mas, como tampoco descendía de un reo, no tuvo ningún complejo que ocultar.
       El único hecho prominente de su vida, fue un terminal que agarró en el sorteo de Fiestas Patrias: obtuvo quinientos soles. Era justo que esto sucediera en su existencia: de lo contrario su vida habría sido tan absolutamente mediocre, que se hubiera convertido en un caso interesante, excepcional de mediocridad , y en consecuencia hubiera dejado de ser mediocre, puesto que ya era interesante.
       Al recibir su título de profesional, no rindió una tesis brillante que hiciera estremecer al viejo jurado de emoción; pero tampoco sostuvo una idea estúpida que mereciera un total disentimiento. Por otro lado tampoco resbaló en la alfombra al ir a recibir su grado, ni volcó tinta en su diploma, ni ocurrió algún incidente de esta naturaleza, que confiriera a la ceremonia, ya que no es un aspecto solemne, por lo menos un viraje cómico.
       Abrió un estudio discreto, en una calle de poco tráfico, que fue concurrido por gentes de regular calidad, mediocres también como él. En dicho estudio ejerció paciente, silenciosamente su profesión, sin que se conociera de él alguna intervención notable, ni tampoco un yerro espectacular.
       Y mientras la placa dorada con su nombre y profesión iba perdiendo su brillo, y mientras su cabeza iba encaneciendo, sus días pasaban unos detrás de otros, siempre iguales, siempre insípidos, como duplicaciones, como las páginas de un libro.
       Roberto no se casó. De haberlo hecho, su vida habría tenido ya un motivo de ser, y quedaría justificada su existencia. Pero él fue absolutamente contingente, completamente inútil al mundo; ni siquiera tuvo descendientes.
       Y por fin murió. Pero hasta su muerte fue vulgar, pueril, y antipoética. No se cayó de un quinto piso, ni lo arroyó un tranvía, sólo una tos invernal y por no cuidársela se le complicó con los bronquios, luego con la pleura, y rebotando de complicación en complicación, dio en la tumba, un miércoles de fin de mes.
       Fueron a su entierro algunos colegas, por solidaridad profesional. Tuvo pocas flores y ninguna lágrima. No le pusieron lápida, y justo al mes, un tío suyo le pagó una misa, a la que asistieron tres personas.
       Después, se le olvidó por completo. Nadie lo recordó con ternura, nadie lo evocó con afecto. No se le citó en ninguna conversación, ni se lamentó con sinceridad de su muerte, ni le rezaron por las noches.
       De su paso por el mundo no quedó nada bueno, ni nada malo. Era como si no hubiera existido, como un aerolito que cayera sin dejar estela, como un fuego que se apagara sin dejar cenizas. Se hundió en la nada llevándose todo lo que tuvo; cuerpo y alma, vida y memoria, latido y recuerdo.
       Fue una vida inútil, rotunda, implacablemente inútil.

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