sábado, 18 de julio de 2020

La muerte de Artemio/Carlos Fuentes

Carlos Fuentes
(Ciudad de Panamá, 1928 - México D.F., 2012)

La muerte de Artemio Cruz (1962)
(México D.F.: Fondo De Cultura Económica, 1962)

No vale nada la vida: la vida no vale nada
Canción popular mexicana

I

      Yo despierto… Me despierta el contacto de ese objeto frío con el miembro. No sabía que a veces se puede orinar involuntariamente. Permanezco con los ojos cerrados. Las voces más cercanas no se escuchan. Si abro los ojos, ¿podré escucharlas?… Pero los párpados me pesan: dos plomos, cobres en la lengua, martillos en el oído, una… una como plata oxidada en la respiración. Metálico, todo esto. Mineral, otra vez. Orino sin saberlo. Quizá —he estado inconsciente, recuerdo con un sobresalto— durante esas horas comí sin saberlo. Porque apenas clareaba cuando alargué la mano y arrojé —también sin quererlo— el teléfono al piso y quedé boca abajo sobre el lecho, con mis brazos colgando: un hormigueo por las venas de la muñeca. Ahora despierto, pero no quiero abrir los ojos. Aunque no quiera: algo brilla con insistencia cerca de mi rostro. Algo que se reproduce detrás de mis párpados cerrados en una fuga de luces negras y círculos azules. Contraigo los músculos de la cara, abro el ojo derecho y lo veo reflejado en las incrustaciones de vidrio de una bolsa de mujer. Soy esto. Soy esto. Soy este viejo con las facciones partidas por los cuadros desiguales del vidrio. Soy este ojo. Soy este ojo. Soy este ojo surcado por las raíces de una cólera acumulada, vieja, olvidada, siempre actual. Soy este ojo abultado y verde entre los párpados. Párpados. Párpados. Párpados aceitosos. Soy esta nariz. Esta nariz. Esta nariz. Quebrada. De anchas ventanas. Soy estos pómulos. Pómulos. Donde nace la barba cana. Nace. Mueca. Mueca. Mueca. Soy esta mueca que nada tiene que ver con la vejez o el dolor. Mueca. Con los colmillos ennegrecidos por el tabaco. Tabaco. Tabaco. El vahovahovaho de mi respiración opaca los cristales y una mano retira la bolsa de la mesa de noche.
       —Mire, doctor: se está haciendo…
       —Señor Cruz…
       —¡Hasta en la hora de la muerte debía engañarnos!
       No quiero hablar. Tengo la boca llena de centavos viejos, de ese sabor. Pero abro los ojos un poco y entre las pestañas distingo a las dos mujeres, al médico que huele a cosas asépticas: de sus manos sudorosas, que ahora palpan debajo de la camisa mi pecho, asciende un pasmo de alcohol ventilado. Trato de retirar esa mano.
       —Vamos, señor Cruz, vamos…
       No, no no voy a abrir los labios: o esa línea arrugada, sin labios, en el reflejo del vidrio. Mantendré los brazos alargados sobre las sábanas. Las cobijas me llegan hasta el vientre. El estómago… ah… y las piernas permanecen abiertas, con ese artefacto frío entre los muslos. Y el pecho sigue dormido, con el mismo hormigueo sordo que siento… que… que sentía cuando pasaba mucho tiempo sentado en un cine. Mala circulación, eso es. Nada más. Nada más. Nada más grave. Hay que pensar en el cuerpo. Agota pensar en el cuerpo. El propio cuerpo. El cuerpo unido. Cansa. No se piensa. Está. Pienso, testigo. Soy, cuerpo. Queda. Se va… se va… se disuelve en esta fuga de nervios y escamas, de celdas y glóbulos dispersos. Mi cuerpo, en el que este médico mete sus dedos. Miedo. Siento el miedo de pensar en mi propio cuerpo. ¿Y el rostro? Teresa ha retirado la bolsa que lo reflejaba. Trato de recordarlo en el reflejo; era un rostro roto en vidrios sin simetría, con el ojo muy cerca de la oreja y muy lejos de su par, con la mueca distribuida en tres espejos circulantes. Me corre el sudor por la frente. Cierro otra vez los ojos y pido, pido que mi rostro y mi cuerpo me sean devueltos. Pido, pero siento esa mano que me acaricia y quisiera desprenderme de su tacto, pero carezco de fuerzas.
       —¿Te sientes mejor?
       No la veo a ella. No veo a Catalina. Veo más lejos. Teresa está sentada en el sillón. Tiene un periódico abierto entre las manos. Mi periódico. Es Teresa, pero tiene el rostro escondido detrás de las hojas abiertas.
       —Abran la ventana.
       —No, no. Puedes resfriarte y complicarlo todo.
       —Déjalo, mamá. ¿No ves que se está haciendo?
       Ah. Huelo ese incienso. Ah. Los murmullos en la puerta. Llega con ese olor de incienso y faldones negros, con el hisopo al frente, a despedirme con todo el rigor de una advertencia. Je, cayeron en la trampa.
       —¿No ha llegado Padilla?
       —Sí. Está allí afuera.
       —Que pase él.
       —Pero…
       —Que pase antes Padilla.
       Ah, Padilla, acércate. ¿Trajiste la grabadora? Si sabes lo que te conviene, la habrás traído aquí como la llevabas todas las noches a mi casa de Coyoacán. Hoy, más que nunca, querrás darme la impresión de que todo sigue igual. No perturbes los ritos, Padilla. Ah sí, te acercas. Ellas no quieren.
       —Acércate, hijita, que te reconozca. Dile tu nombre.
       —Soy… soy Gloria…
       Si sólo distinguiera mejor su rostro. Si sólo distinguiera mejor su mueca. Debe darse cuenta de este olor de escamas muertas; debe mirar este pecho hundido, esta barba gris y revuelta, este fluido incontenible de la nariz, estos…
       La alejan de mí.
       El médico me toma el pulso.
       —Debo consultar con mis colegas. Catalina me roza la mano con la suya.
       Qué inútil caricia. No la veo bien, pero trato de fijar mi mirada en la suya. La retengo. Tomo su mano helada.
       —Esa mañana lo esperaba con alegría.
       Cruzamos el río a caballo.
       —¿Qué dices? No hables. No te canses.
       No te entiendo.
       —Quisiera regresar allá, Catalina. Qué inútil.
       Sí: el cura se hinca junto a mí. Murmura sus palabras. Padilla enchufa la grabadora. Escucho mi voz, mis palabras. Ay, con un grito. Ay, grito. Ay, sobreviví. Son dos médicos que se asoman a la puerta. Yo sobreviví. Regina, me duele, me duele, Regina, me doy cuenta de que me duele. Regina. Soldado. Abrácenme; me duele. Me han clavado un puñal largo y frío en el estómago; hay alguien, hay otro que me ha clavado un acero en las entrañas: huelo ese incienso y estoy cansado. Yo dejo que hagan. Que me levanten pesadamente, mientras gimo.
       No les debo la vida a ustedes. No puedo, no puedo, no elegí, el dolor me dobla la cintura, me toco los pies helados, no quiero esas uñas azules, mis nuevas uñas azules, aaaahaaaay, yo sobreviví: ¿qué hice ayer?: si pienso en lo que hice ayer no pensaré más en lo que está pasando. Ése es un pensamiento claro. Muy claro. Piensa ayer. No estás tan loco; no sufres tanto; pudiste pensar eso. Ayer ayer ayer. Ayer Artemio Cruz voló de Hermosillo a México. Sí. Ayer Artemio Cruz… Antes de enfermarse, ayer Artemio Cruz… No, no se enfermó. Ayer Artemio Cruz estaba en su despacho y se sintió muy enfermo. Ayer no. Esta mañana. Artemio Cruz. No, enfermo no. No, Artemio Cruz no. Otro. En un espejo colocado frente a la cama del enfermo. El otro. Artemio Cruz. Su gemelo. Artemio Cruz está enfermo. El otro. Artemio Cruz está enfermo: no vive: no, vive. Artemio Cruz vivió. Vivió durante algunos años… Años no añoró: años no, no. Vivió durante algunos días. Su gemelo. Artemio Cruz. Su doble. Ayer Artemio Cruz, el que sólo vivió algunos días antes de morir, ayer Artemio Cruz… que soy yo… y es otro… ayer…

       Tú, ayer, hiciste lo mismo de todos los días. No sabes si vale la pena recordarlo. Sólo quisieras recordar, recostado allí, en la penumbra de tu recámara, lo que va a suceder: no quieres prever lo que ya sucedió. En tu penumbra, los ojos ven hacia adelante; no saben adivinar el pasado. Sí; ayer volarás desde Hermosillo, ayer nueve de abril de 1959, en el vuelo regular de la Compañía Mexicana de Aviación que saldrá de la capital de Sonora, donde hará un calor infernal, a las 9:55 de la mañana y llegará a México, D. F. a las 16:30 en punto. Desde la butaca del tetramotor, verás una ciudad plana y gris, un cinturón de adobe y techos de lámina. La azafata te ofrecerá un chicle envuelto en celofán —recordarás eso en particular, porque será (debe ser, no lo pienses todo en futuro desde ahora) una chica muy guapa y tú siempre tendrás buen ojo para eso, aunque tu edad te condene a imaginar las cosas más que a hacerlas (usas mallas palabras: claro, nunca te sentirás condenado a eso, aunque sólo puedas imaginarlo): el anuncio luminoso —No Smoking, Fasten Seat Belts— se encenderá en el momento en el que el avión, al entrar al Valle de México, descienda abruptamente, como si perdiera el poder de mantenerse en el aire delgado y en seguida se inclinará hacia la derecha y caerán bultos, sacos, maletines y se levantará un grito común, entrecortado por un sollozo bajo y las llamas comenzarán a chisporrotear hasta que el cuarto motor, sobre el ala derecha, se detenga y todos sigan gritando y sólo tú te mantengas sereno, inmóvil, mascando tu chicle y observando las piernas de la azafata que correrá por el pasillo apaciguando a los pasajeros. El sistema interno con el que el motor combate el fuego funcionará y el avión aterrizará sin dificultad, pero nadie se habrá dado cuenta de que sólo tú, un viejo de setenta y un años, mantuvo la compostura. Tú te sentirás orgulloso de ti mismo, sin demostrarlo. Pensarás que has hecho tantas cosas cobardes que el valor te resulta fácil. Sonreirás y te dirás que no, no, no es una paradoja: es la verdad y, acaso, hasta una verdad general. El viaje a Sonora lo habrás hecho en automóvil —Valva 1959, placas D. F. 712— porque algunos personajes del gobierno habrían pensado ponerse muy pesados y tú deberías recorrer todo ese camino a fin de asegurarte de la lealtad de esa cadena de funcionarios a los que has comprado —comprado, sí, no te engañarás con tus palabras de aniversario: los convenceré, los persuadiré: no, los comprarás para que le cobren alcabalas —otra palabra fea— a los transportadores de pescado entre Sonora, Sinaloa y el Distrito Federal: tú les darás el diez por ciento a los inspectores y el pescado llegará a la ciudad encarecido por esa cadena de intermediarios y tú recibirás una utilidad veinte veces superior al valor original del producto. Te empeñarás en recordarlo y cumplirás tu deseo, aunque todo esto te parezca materia de una nota roja en tu periódico y pienses que, en realidad, pierdes el tiempo recordándolo. Pero insistirás, seguirás adelante. Insistirás. Quisieras recordar otras cosas, pero sobre todo, quisieras olvidar el estado en que te encuentras. Te disculparás. No te encuentras. Te encontrarás. Te traerán desmayado a tu casa; te desplomarás en tu oficina; vendrá el doctor y dirá que habrá que esperar algunas horas para dar el diagnóstico. Vendrán otros médicos. No sabrán nada, no entenderán nada. Pronunciarán palabras difíciles, y tú querrás imaginarte a ti mismo. Como un odre vacío y arrugado. Te temblará la barbilla, te olerá mal la boca, te olerán mal las axilas, te apestará todo entre las piernas. Estarás tirado allí, sin bañar, sin afeitar: serás un depósito de sudores, nervios irritados y funciones fisiológicas inconscientes. Pero insistirás en recordar lo que pasará ayer. Te trasladarás del aeropuerto a tu oficina y recorrerás una ciudad impregnada de gases de mostaza, porque la policía acabará de disolver esa manifestación en la plaza del Caballito. Consultarás con tu jefe de redacción las cabezas de la primera plana, los editoriales y las caricaturas y te sentirás satisfecho. Recibirás la visita de tu socio norteamericano, le harás ver los peligros de estos mal llamados movimientos de depuración sindical. Después pasará a la oficina tu administrador, Padilla, y te dirá que los indios andan agitando y tú, a través de Padilla, le mandarás decir al comisario ejidal que los meta en cintura, que al fin para eso le pagas. Trabajarás mucho ayer en la mañana. Estará a verte el representante de ese benefactor latinoamericano y tu obtendrás que aumenten el subsidio a tu periódico. Llamarás a la cronista de sociales y le ordenarás que meta en su columna una calumnia sobre ese Cauto que te está dando guerra en los negocios de Sonora. ¡Harás tantas cosas! y luego te sentarás con Padilla a contar tus haberes. Eso te divertirá mucho. Todo un muro de tu despacho estará cubierto por ese cuadro que indica la extensión de y las relaciones entre los negocios manejados: el periódico, las inversiones en bienes raíces —México, Puebla, Guadalajara, Monterrey, Culiacán, Hermosillo, Guaymas, Acapulco—, los domos de azufre en Jáltipan, las minas de Hidalgo, las concesiones madereras en la Tarahumara, la participación en la cadena de hoteles, la fábrica de tubos, el comercio del pescado, las financieras de financieras, la red de operaciones bursátiles, las representaciones legales de compañías norteamericanas, la administración del empréstito ferrocarrilero, los puestos de consejero en instituciones fiduciarias, las acciones en empresas extranjeras —colorantes, acero, detergentes— y un dato que no aparece en el cuadro: quince millones de dólares depositados en bancos de Zurich, Londres y Nueva York. Encenderás un cigarrillo, a pesar de las advertencias del médico, y le repetirás a Padilla los pasos que integraron esa riqueza. Préstamos a corto plazo y alto interés a los campesinos del Estado de Puebla, al terminar la revolución; adquisición de terrenos cercanos a la ciudad de Puebla, previendo su crecimiento; gracias a una amistosa intervención del Presidente en turno, terrenos para fraccionamientos en la ciudad de México; adquisición del diario metropolitano; compra de acciones mineras y creación de empresas mixtas mexicano-norteamericanas en las que tú figuraste como hombre de paja para cumplir con la ley; hombre de confianza de los inversionistas norteamericanos; intermediario entre Chicago, Nueva York y el gobierno de México; manejo de la bolsa de valores para inflarlos, deprimirlos, vender, comprar a tu gusto y utilidad; jauja y consolidación definitivas con el presidente Alemán: adquisición de terrenos ejidales arrebatados a los campesinos para proyectar nuevos fraccionamientos en ciudades del interior, concesiones de explotación maderera. Sí —suspirarás y le pedirás un fósforo a Padilla—, veinte años de confianza, de paz social, de colaboración de clases; veinte años de progreso, después de la demagogia de Lázaro Cárdenas, veinte años de protección a los intereses de la empresa, de líderes sumisos, de huelgas rotas. Y entonces te llevarás las manos al vientre y tu cabeza de canas crespas, de rostro aceitunado, pegará huecamente sobre el cristal de la mesa y otra vez, ahora tan cerca, verás ese reflejo de tu mellizo enfermo, mientras todos los ruidos huyan, riendo, fuera de tu cabeza y el sudor de toda esa gente te rodee, la carne de toda esa gente te sofoque, te haga perder el conocimiento. El gemelo reflejado se incorporará al otro, que eres tú, al viejo de setenta y un años que yacerá, inconsciente, entre la silla giratoria y el gran escritorio de acero: y estarás aquí y no sabrás cuáles datos pasarán a tu biografía y cuáles serán callados, escondidos. No lo sabrás. Son datos vulgares y no serás el primero ni el único con semejante hoja de servicios. Te habrás dado gusto. Ya habrás recordado eso. Pero recordarás otras cosas, otros días, tendrás que recordarlos. Son días que lejos, cerca, empujados hacia el olvido, rotulados por el recuerdo —encuentro y rechazo, amor fugaz, libertad, rencor, fracaso, voluntad—, fueron y serán algo más que los nombres que tú puedas darles: días en que tu destino te perseguirá con un olfato de lebrel, te encontrará, te cobrará, te encarnará con palabras y actos, materia compleja, opaca, adiposa tejida para siempre con la otra, la impalpable, la de tu ánimo absorbido por la materia: amor de membrillo fresco, ambición de uñas que crecen, tedio de la calvicie progresiva, melancolía del sol y el desierto, abulia de los platos sucios, distracción de los ríos tropicales, miedo de los sables y la pólvora, pérdida de las sábanas oreadas, juventud de los caballos negros, vejez de la playa abandonada, encuentro del sobre y la estampilla extranjera, repugnancia del incienso, enfermedad de la nicotina, dolor de la tierra roja, ternura del patio en la tarde, espíritu de todos los objetos, materia de todas las almas: tajo de tu memoria, que separa las dos mitades; soldadura de la vida, que vuelve a unirlas, disolverlas, perseguirlas, encontrarlas: la fruta tiene dos mitades: hoy volverán a unirse: recordarás la mitad que dejaste atrás: el destino te encontrará: bostezarás: no hay que recordar: bostezarás: las cosas y sus sentimientos se han ido deshebrando, han caído fracturadas a lo largo del camino: allá, atrás, había un jardín: si pudieras regresar a él, si pudieras encontrarlo otra vez al final: bostezarás: no has cambiado de lugar: bostezarás: estás sobre la tierra del jardín, pero las ramas pálidas niegan las frutas, el cauce polvoso niega las aguas: bostezarás: los días serán distintos, idénticos, lejanos, actuales: pronto olvidarán la necesidad, la urgencia, el asombro: bostezarás: abrirás los ojos y las verás allá, a tu lado, con esa falsa solicitud: murmurarás sus nombres: Catalina, Teresa: ellas no acabarán de disimular ese sentimiento de engaño y violación, de desaprobación irritada, que por necesidad deberá transformarse, ahora, en apariencia de preocupación, afecto, dolor: la máscara de la solicitud será el primer signo de ese tránsito que tu enfermedad, tu aspecto, la decencia, la mirada ajena, la costumbre heredada, les impondrá: bostezarás: cerrarás los ojos: bostezarás: tú, Artemio Cruz, él: creerás en tus días con los ojos cerrados.

1941: 6 de julio

       Él pasó en el automóvil rumbo a la oficina. Lo conducía el chofer y él iba leyendo el periódico, pero en ese momento, casualmente, levantó los ojos y las vio entrar a la tienda. Las miró y guiñó los ojos y entonces el auto arrancó y él continuó leyendo las noticias que llegaban de Sidi Barrani y el Alamein, mirando las fotografías de Rommel y Montgomery: el chofer sudaba bajo la resolana y no podía prender la radio para distraerse y él pensó que no había hecho mal en asociarse con los cafetaleros colombianos cuando empezó la guerra en África y ellas entraron a la tienda y la empleada les pidió que por favor tomaran asiento mientras le avisaba a la patrona (porque sabía quiénes eran las dos mujeres, la madre y la hija, y la patrona había ordenado que siempre le avisaran si ellas entraban): la empleada caminó en silencio sobre las alfombras hasta el cuarto del fondo donde la patrona rotulaba invitaciones apoyada sobre la mesa de cuero verde; dejó caer los anteojos que colgaban de una cadena de plata cuando la empleada entró y le dijo que allí estaban la señora y su hija y la patrona suspiró y dijo: “—Ah sí, ah sí, ah sí, ya se acerca la fecha” y le agradeció que le avisara y se arregló el pelo violáceo y frunció los labios y apagó el cigarrillo mentolado y en la sala de la tienda las dos mujeres habían tomado asiento y no decían nada nada hasta que vieron aparecer a la patrona y entonces la madre, que tenía esta idea de las conveniencias, fingió que continuaba una conversación que nunca se había iniciado y dijo en voz alta: “—… pero ese modelo me parece mucho más lindo. No sé qué pienses tú, pero yo escogería ese modelo; de veras que está muy bonito, muy muy lindo”. La muchacha asintió, porque estaba acostumbrada a esas conversaciones que la madre no dirigía a ella sino a la persona que ahora entraba y le tendía la mano a la hija pero no a la madre, a quien saludaba con una sonrisa enorme y la cabeza violeta bien ladeada. La hija empezó a correrse hacia la derecha del sofá, para que la patrona cupiera, pero la madre la detuvo con la mirada y un dedo agitado cerca del pecho; la hija ya no se movió y miró con simpatía a la mujer del pelo teñido que permanecía de pie y les preguntaba si ya habían decidido cuál modelo escogerían. La madre dijo que no, no, aún no estaban decididas y por eso querían ver todos los modelos otra vez, porque también de eso dependía todo lo demás, quería decir, detalles como el color de las flores, los vestidos de las damas, todo eso.
       —Me apena mucho darle tanto trabajo; yo quisiera…
       —Por favor, señora. Nos alegra complacerla.
       —Sí. Queremos estar seguras.
       —Naturalmente.
       —No quisiéramos equivocarnos y después, a última hora…
       —Tiene razón. Más vale escoger con calma y no, después…
       —Sí. Queremos estar seguras.
       —Vaya decirles a las muchachas que se preparen.
       Quedaron solas y la hija estiró las piernas; la madre la miró alarmada y movió todos los dedos al mismo tiempo, porque podía ver las ligas de la muchacha y también le indicó que le pusiera un poco de saliva a la media de la pierna izquierda; la hija buscó y encontró el lugar donde la seda se había roto y se mojó el dedo índice en saliva y la untó sobre el lugar. «—Es que tengo un poco de sueño», le explicó en seguida a la madre. La señora sonrió y le acarició la mano y las dos siguieron sentadas sobre los sillones de brocado rosa, sin hablar, hasta que la hija dijo que tenía hambre y la madre contestó que después irían a desayunar algo a Sanborn's aunque ella sólo la acompañaría porque había engordado demasiado recientemente.
       —Tú no tienes de qué preocuparte.
       —¿No?
       —Tienes tu figura muy juvenil. Pero después, cuídate. En mi familia todas hemos tenido buena figura de jóvenes y después de los cuarenta perdemos la línea.
       —Tú estás muy bien.
       —Ya no te acuerdas, eso es lo que pasa, tú ya no te acuerdas. Y además…
       —Hoy amanecí con hambre. Desayuné muy bien.
       —Ahora no te preocupes. Después sí, cuídate.
       —¿La maternidad engorda mucho?
       —No, no es ése el problema; ése no es realmente el problema. Diez días de dieta y quedas igual que antes. El problema es después de los cuarenta.
       Adentro, mientras preparaba a las dos modelos, la patrona hincada, con los alfileres en la boca, movía las manos nerviosamente y regañaba a las muchachas por tener las piernas tan cortas; ¿cómo iban a lucir bien mujeres de piernas tan cortas? Les hacía falta hacer ejercicio, les dijo, tenis, equitación, todo eso que sirve para mejorar la raza y ellas le dijeron que la notaban muy irritada y la patrona contestó que sí, que esas dos mujeres la irritaban mucho. Dijo que la señora no acostumbraba dar la mano nunca; la chica era más amable, pero un poco distraída, como si nada más estuviera allí; pero en fin, no las conocía bien y no podía hablar y como decían los americanos the costurner is always right y hay que salir al salón sonriendo, diciendo cheese, che-eeeese y cheeee-eeeese. Estaba obligada a trabajar, aun cuando no hubiera nacido para trabajar, y estaba acostumbrada a estas señoras ricas de ahora. Por fortuna, los domingos podía reunirse con las amistades de antes, con las que creció, y sentirse un ser humano por lo menos una vez a la semana. Jugaban bridge, le dijo a las muchachas y aplaudió al ver que ya estaban listas. Lástima de piernas cortas. Ensartó con cuidado los alfileres que le quedaban en la boca en el cojincillo de terciopelo.
       —¿Vendrá al shower?
       —¿Quién? ¿Tu novio o tu padre?
       —Él, papá.
       —¡Cómo quieres que yo sepa!
       Él vio pasar el domo naranja y las columnas blancas, gordas, del Palacio de Bellas Artes, pero miró hacia arriba, donde los cables se unían, separaban, corrían —no ellos, él con la cabeza recostada sobre la lana gris del asiento— paralelos o se enchufaban en los distribuidores de tensión: la portada ocre, veneciana del Correo y las esculturas frondosas, las ubres plenas y las cornucopias vaciadas del Banco de México: acarició la banda de seda del sombrero de fieltro marrón y con la punta del pie hizo que se columpiara la correa del asiento dobladizo de la limousine, en frente de él: los mosaicos azules de Sanborn's y la piedra labrada y negruzca del convento de San Francisco. El automóvil se detuvo en la esquina de Isabel la Católica y el chofer le abrió la puerta y se quitó la gorra y él, en cambio, se colocó el fieltro, peinándose con los dedos los mechones de las sienes que le quedaron fuera del sombrero y esa corte de vendedores de billetes y limpiabotas y mujeres enrebozadas y niños con el labio superior embarrado de moco lo rodearon hasta que pasó las puertas giratorias y se ajustó la corbata frente al vidrio del vestíbulo y atrás, en el segundo vidrio, el que daba a la calle de Madero, un hombre idéntico a él, pero tan lejano, se arreglaba el nudo de la corbata también, con los mismos dedos manchados de nicotina, el mismo traje cruzado, pero sin color, rodeado de los mendigos y dejaba caer la mano al mismo tiempo que él y luego le daba la espalda y caminaba hacia el centro de la calle, mientras él buscaba el ascensor, desorientado por un instante.

       Otra vez las manos tendidas la desanimaron y apretó el brazo de su hija para introducirla de prisa en ese calor irreal, de invernadero, en ese olor de jabones y lavandas y papel cuché recién impreso. Se detuvo un instante a mirar los artículos de belleza ordenados detrás del vidrio y se miró a sí misma, guiñando los ojos para ver bien los cosméticos dispuestos sobre una tira de tafeta roja. Pidió un bote de cold-cream Theatrical y dos tubos de labios de ese mismo color, el color de esa tafeta y buscó los billetes en la bolsa de cuero de cocodrilo, sin éxito: «—Ten, búscame un billete de veinte pesos." Recibió el paquete y el cambio y entraron al restaurante y encontraron una mesa para dos. La muchacha ordenó jugo de naranja y waffles con nuez a la mes era vestida de tehuana y la madre no pudo resistir y pidió un pan de pasas con mantequilla derretida y las dos miraron alrededor, tratando de distinguir caras conocidas hasta que la muchacha pidió permiso para quitarse el saco del traje sastre amarillo porque la resolana que se colaba al través del tragaluz era demasiado intensa.
       —Joan Crawford —dijo la hija—. Joan Crawford.
       —No, no. No se pronuncia así. Así no se pronuncia. Crofor, Cro-for; ellos lo pronuncian así. —Crau-for.
       —No, no. Cro, cro, croo La «“a” y la “u” juntas se pronuncian como “o”». Creo que así lo pronuncian.
       —No me gustó tanto la película.
       —No, no es muy bonita. Pero ella sale muy chula.
       —Yo me aburrí mucho.
       —Pero insististe tanto en ir…
       —Me habían dicho que era muy bonita, pero no.
       —Se pasa el rato.
       —Cro-ford.
       —Sí, creo que así lo pronuncian ellos, Cro-for. Creo que la “d” no la pronuncian. —Cro-for.
       —Creo que sí. A menos que me equivoque.
       La muchacha derramó la miel sobre los waffles y los rebanó en trocitos cuando estuvo segura de que cada hendidura tenía miel. Sonreía a su madre cada vez que se llenaba la boca de esa harina tostada y melosa. La madre no la miraba a ella. Una mano jugaba con otra, le acariciaba con el pulgar las yemas y parecía querer levantarle las uñas: miraba las dos manos cerca de ella, sin querer mirar los rostros: cómo volvía una mano a tomar la otra y cómo la iba descubriendo, lentamente, sin saltarse un solo poro de la otra piel. No, no tenían anillos en los dedos, debían ser novios o algo. Trató de esquivar la mirada y fijarse en ese charco de miel que inundaba el plato de su hija, pero sin querer regresaba a las manos de la pareja en la mesa contigua y lograba evitar sus rostros, pero no las manos acariciadas. La hija jugueteaba con la lengua entre las encías, retirando los pedazos de harina y nuez sueltos y después se limpió los labios y manchó la servilleta de rojo, pero antes de volver a pintarse otra vez, buscó con la lengua las sobras del waffle y le pidió a su madre un trozo de pan con pasas. Dijo que no quería café porque la ponía muy nerviosa, aunque le encantaba el café, pero ahora no, porque ya estaba bastante nerviosa. La señora le acarició la mano y le dijo que debían marcharse porque les faltaba hacer muchas cosas. Pagó la cuenta y dejó la propina y las dos se levantaron.
       El norteamericano explicó que se inyecta agua hirviendo a los depósitos; el agua lo derrite y el azufre es llevado a la superficie por el aire comprimido. Volvió a explicar el sistema y el otro norteamericano dijo que estaban muy satisfechos de las exploraciones y cortó varias veces el aire con la mano, agitándola muy cerca del rostro correoso y rojizo y repitiendo: “—Domos, bueno. Piritas malo. Domos, bueno. Piritas malo. Domos bueno…” Él tamborileaba los dedos sobre el vidrio de la mesa y asentía, acostumbrado a que ellos, al hablar en español, creyeran que él no entendía, no porque ellos hablaran mal el español, sino porque él no entendía bien nada. "Piritas, malo." El técnico extendió el mapa de la zona sobre la mesa y él retiró los codos mientras desenrollaban el pergamino. El segundo explicó que la zona era tan rica que podía explotarse al máximo hasta bien entrado el siglo XXI; al máximo, hasta agotar los depósitos; al máximo. Volvió a repetirlo siete veces y retiró el puño que había dejado caer, al principio de la arenga, sobre esa mancha verde punteada de triángulos que indicaban los hallazgos del geólogo. El norteamericano guiñó el ojo y dijo que los bosques de cedro y caoba también eran enormes y que en eso él, el socio mexicano, llevaba el cien por ciento de las ganancias; en eso ellos, los socios norteamericanos, no se metían, aunque sí le aconsejaban reforestar continuamente; habían visto esos bosques destruidos por todas partes: ¿no se daban cuenta de que esos árboles significaban dinero? Pero eso era cuento suyo, porque con bosques o sin ellos los domos estaban allí. Él sonrió y se puso de pie. Clavó los pulgares entre el cinturón y la tela de los pantalones y columpió el puro apagado entre los labios hasta que uno de los norteamericanos se levantó con un cerillo encendido entre las manos. Lo acercó al puro y él lo hizo circular entre los labios hasta que la punta brilló encendida. Les pidió dos millones de dólares al contado y ellos le preguntaron que a cuenta de qué: ellos lo admitían con gusto como socio capitalista con trescientos mil dólares, pero nadie podía cobrar un centavo hasta que la inversión empezara a producir: el geólogo limpió los anteojos con un pequeño pedazo de gamuza que llevaba en la bolsa de la camisa y el otro empezó a caminar de la mesa a la ventana y de la ventana a la mesa, hasta que él les repitió que ésas eran sus condiciones: ni siquiera se trataba de un anticipo, de un crédito, ni nada por e! estilo: era e! pago que le debían por tratar de conseguir la concesión; a lo mejor, sin ese pago previo, no había tal concesión: ellos recuperarían con e! tiempo el regalo que ahora le iban a hacer; pero sin él, sin el hombre de paja, sin el front-man —y les rogaba que excusaran los términos— ellos no podían obtener la concesión y explotar los domos. Tocó e! timbre y llamó a su secretario y e! secretario leyó rápidamente una hoja de cifras concisas y los norteamericanos dijeron O.K. varias veces, O.K., O.K., O.K., ye! sonrió y les ofreció dos vasos con whisky y les dijo que podían explotar el azufre hasta bien entrado el siglo XXI, pero que no lo iban a explotar a él ni un solo minuto de! siglo XX y todos brindaron y los otros sonrieron mientras murmuraban en voz baja s.o.b. una sola vez.
       Caminaban las dos tomadas de! brazo.
       Caminaban despacio con las cabezas bajas y se detenían frente a cada aparador y decían qué bonito, qué caro, hay otra mejor más adelante, mira ése, qué bonito, hasta que se cansaban y entraban a un café y buscaban un buen lugar, alejado de la entrada por donde asomaban los billeteros de la lotería y se levantaba el polvo seco y grueso, alejado también de los mingitorios y pedían dos Canada Dry de naranja. La madre se polveaba y miraba sus propios ojos ambarinos en e! espejo de la polvera, miraba el acento de las dos bolsas de pie! que empezaban a rodearlos y cerraba la tapa con rapidez. Las dos observaban el burbujeo del refresco de soda y anilina y esperaban a que el gas escapara para beberlo en sorbos pequeños. La muchacha, con disimulo, separaba el pie del zapato y se acariciaba los dedos apretados y la señora, sentada frente a su refresco de naranja, recordaba los cuartos separados de la casa, separados pero contiguos, y los ruidos que cada mañana y cada noche lograban atravesar la puerta cerrada: el carraspeo ocasional, la caída de los zapatos sobre el piso, el golpe del llavero sobre la repisa, los goznes sin aceitar del ropero, a veces hasta e! ritmo de la respiración en e! sueño. Sintió frío en la espalda. Se había acercado esa misma mañana, caminando sobre las puntas de los pies, a la puerta cerrada y sintió frío en la espalda. Le sorprendió pensar que todos esos ruidos nimios y normales eran ruidos secretos. Regresó a la cama y se envolvió con los cobertores y fijó la mirada en el cielo raso, por donde se esparcía un abanico de luces redondas, fugaces: la lentejuela de la sombra de los castaños. Bebió los restos de un té helado y durmió hasta que la muchacha vino a despertarla, a recordarle que tenían un día lleno de ocupaciones por delante. y sólo ahora, con el vaso frío entre los dedos, recordó esas primeras horas del día.
       Se reclinó en la silla giratoria hasta que los resortes crujieron y le preguntó al secretario: «¿Hubo algún banco que quisiera arriesgar? ¿Hubo algún mexicano que me tuviera confianza?» Tomó el lápiz amarillo y lo apuntó a la cara del secretario: que quedara constancia de eso; que Padilla sirviera de testigo: nadie quiso arriesgar y él no iba a dejar que esa riqueza se pudriera en las selvas del sur; si los gringos eran los únicos dispuestos a dar el dinero para las exploraciones, ¿él qué iba a hacer? El secretario le hizo ver la hora y él suspiró y dijo que estaba bien. Lo invitaba a comer. Podían comer juntos. ¿Conocía un lugar nuevo? El secretario dijo que sí, un lugar de antojitos nuevo y muy simpático; muy buenas quesadillas, de flor, de queso, de huitlacoche; estaba a la vuelta. Podían ir juntos. Se sentía cansado; no quería regresar esa tarde a la oficina. En cierto modo, debían celebrar. Cómo no. Además, nunca habían comido juntos. Bajaron en silencio y caminaron hacia la Avenida Cinco de Mayo.
       —Es usted muy joven. ¿Qué edad tiene?
       —Veintisiete años.
       —¿Cuándo se recibió?
       —Hace tres años. Pero…
       —¿Pero qué?
       —Que es muy distinta la teoría de la práctica.
       —¿Y eso le da risa? ¿Qué cosa le enseñaron?
       —Mucho marxismo. Hasta hice la tesis sobre la plusvalía.
       —Ha de ser una buena disciplina, Padilla.
       —Pero la práctica es muy distinta.
       —¿Usted es eso, marxista?
       —Bueno, todos mis amigos lo eran. Ha de ser cosa de la edad.
       —¿Dónde queda el restaurant?
       —Aquí en seguida, a la vuelta:
       —No me gusta caminar.
       —Está aquí cerquita.
       Se repartieron los paquetes y caminaron hacia Bellas Artes, donde el chofer había quedado en esperarlas: seguían caminando con las cabezas bajas, dirigidas hacia los aparadores como antenas y súbitamente la madre tomó temblando el brazo de la hija y dejó caer un paquete, porque enfrente de ellas, junto a ellas, dos perros gruñían con una cólera helada, se separaban, gruñían, se mordían los cuellos hasta hacerlos sangrar, corrían al asfalto, volvían a trenzarse con mordiscos afilados y gruñidos: dos perros callejeros, tiñosos, babeantes, un macho y una hembra. La muchacha recogió el paquete y condujo a su madre al estacionamiento. Tomaron sus lugares en el automóvil y el chofer preguntó si regresaban a las Lomas y la hija dijo que sí, que unos perros habían asustado a su mamá. La señora dijo que no era nada, que ya había pasado: fue tan inesperado y tan cerca de ella, pero podían regresar al centro esa tarde, porque aún les quedaban muchas compras, muchas tiendas. La muchacha dijo que había tiempo; faltaba más de un mes todavía. Sí, pero el tiempo vuela, dijo la madre, y tu padre no se preocupa por la boda, nos deja todo el trabajo a nosotras. Además, debes aprender a darte tu lugar; no debes saludar de mano a todo el mundo. Además, ya quiero que pase esto de la boda, porque creo que va a servir para que tu padre se dé cuenta de que ya es un hombre maduro. Ojalá sirva para eso. No se da cuenta de que ya cumplió cincuenta y dos años. Ojalá tengas hijos muy pronto. De todos modos, le va a servir a tu padre tener que estar a mi lado en el matrimonio civil y en el religioso, recibir las felicitaciones y ver que todos lo tratan como un hombre respetable y maduro. Quizá todo eso lo impresione, quizá.

       Yo siento esa mano que me acaricia y quisiera desprenderme de su tacto, pero carezco de fuerzas. Qué inútil caricia. Catalina. Qué inútil. ¿Qué vas a decirme? ¿Crees que has encontrado al fin las palabras que nunca te atreviste a pronunciar? ¿Hoy? Qué inútil. Que no se mueva tu lengua. No le permitas el ocio de una explicación. Sé fiel a lo que siempre aparentaste; sé fiel hasta el fin. Mira: aprende a tu hija. Teresa. Nuestra hija. Qué difícil. Qué inútil pronombre. Nuestra. Ella no finge. Ella no tiene nada que decir. Mírala. Sentada con las manos dobladas y el traje negro, esperando. Ella no finge. Antes, lejos de mi oído, te habrá dicho: «Ojalá todo pase pronto. Porque él es capaz de estarse haciendo el enfermo, con tal de mortificarnos a nosotras." Algo así te debe haber dicho. Escuché algo semejante cuando desperté esta mañana de ese sueño largo y plácido. Recuerdo vagamente el somnífero, el calmante de anoche. y tú le habrás respondido: "Dios mío, que no sufra demasiado»: habrás querido darle un giro distinto a las palabras de tu hija. y no sabes qué giro darle a las palabras que yo murmuro:
       —Esa mañana lo esperaba con alegría.
       Cruzamos el río a caballo.
       Ah, Padilla, acércate. ¿Trajiste la grabadora? Si sabes lo que te conviene, la habrás traído aquí como la llevabas todas las noches a mi casa de Coyoacán. Hoy, más que nunca, querrás darme la impresión de que todo sigue igual. No perturbes los ritos, Padilla. Ah sí, te acercas. Ellas no quieren.
       —No, licenciado, no podemos permitirlo.
       —Es una costumbre de muchos años, señora.
       —¿No le ve la cara?
       —Déjeme probar. Ya está todo listo. Basta enchufar la grabadora.
       —¿Usted se hace responsable?
       —Don Artemio… Don Artemio… Aquí le traigo lo grabado esta mañana…
       Yo asiento. Trato de sonreír. Como todos los días. Hombre de confianza, este Padilla. Claro que merece mi confianza. Claro que merece buena parte de mi herencia y la administración perpetua de todos mis bienes. Quién sino él. Él lo sabe todo. Ah, Padilla. ¿Sigues coleccionando todas las cintas de mis conversaciones en la oficina? Ah, Padilla, todo lo sabes. Tengo que pagarte bien. Te heredo mi reputación.
       Teresa está sentada, con el periódico abierto que le oculta la cara.
       Y yo lo siento llegar, con ese olor de incienso y faldones negros y el hisopo al frente a despedirme con todo el rigor de una advertencia; je, cayeron en la trampa; y esa Teresa lloriquea por allí y ahora saca la polvera del bolso y se arregla la nariz para volver a lloriquear otra vez. Me imagino en el último momento, si el féretro cae en ese hoyo y una multitud de mujeres lloriquea y se polvea las narices sobre mi tumba. Bien; me siento mejor. Me sentiría perfectamente si este olor, el mío, no ascendiera desde los pliegues de las sábanas, si no me diera cuenta de esos manchones ridículos con que las he teñido… ¿Estoy respirando con esta ronquera espasmódica? ¿Así vaya recibir a ese borrón negro y confrontar su oficio? Aaaaj. Aaaaj. Tengo que regularla… Aprieto los puños, aaaj, los músculos faciales y tengo junto a mí ese rostro de harina que viene a asegurar la fórmula que mañana, o pasado —¿y nunca?, nunca aparecerá en todos los periódicos, “con todos los auxilios de la Santa Madre Iglesia…”" Y acerca su rostro rasurado a mis mejillas hirvientes de canas. Se persigna. Murmura el "Yo Pecador" y yo sólo puedo voltear la cara y dar un gruñido mientras me lleno la cabeza de esas imaginaciones que quisiera echarle en cara: la noche en que ese carpintero pobre y sucio se dio el lujo de montársele encima a la virgen azorada que se había creído los cuentos y supercherías de su familia y que se guardaba las palomitas blancas entre los muslos creyendo que así daría a luz, las palomitas escondidas entre las piernas, en el jardín, bajo las faldas, y ahora el carpintero se le montaba encima lleno de un deseo justificado, porque ha de haber sido muy linda, muy linda, y se le montaba encima mientras crecen los lloriqueos indignados de la intolerable Teresa, esa mujer pálida que desea, gozosa, mi rebeldía final, el motivo para su propia indignación final. Me parece increíble verlas allí, sentadas, sin agitarse, sin recriminar. ¿Cuánto durará? No me siento tan mal ahora. Quizá me recupere. ¡Qué golpe!, ¿no es cierto? Trataré de poner buen semblante, para ver si ustedes se aprovechan y olvidan esos gestos de afecto forzado y se vacían el pecho por última vez de los argumentos e insultos que traen atorados en la garganta, en los ojos, en esa humanidad sin atractivos en que las dos se han convertido. Mala circulación, eso es, nada más grave. Bah. Me aburre verlas allí. Debe haber algo más interesante al alcance de unos ojos entrecerrados que ven las cosas por última vez. Ah. Me trajeron a esta casa, no a la otra. Vaya. Cuánta discreción. Tendré que regañar a Padilla por última vez. Padilla sabe cuál es mi verdadera casa. Allá podría deleitarme viendo esas cosas que tanto amo. Estaría abriendo los ojos para mirar un techo de vigas antiguas y cálidas; tendría al alcance de la mano la casulla de oro que adorna mi cabecera, los candelabros de la mesa de noche, el terciopelo de los respaldos, el cristal de Bohemia de mis vasos. Tendría a Serafín fumando cerca de mí, aspiraría ese humo. y ella estaría arreglada, como se lo tengo ordenado. Bien arreglada, sin lágrimas, sin trapos negros. Allá, no me sentiría viejo y fatigado. Todo estaría preparado para recordarme que soy un hombre vivo, un hombre que ama, igual que igual que igual que antes. ¿Por qué están sentadas allí, viejas feas descuidadas falsas recordándome que no soy el mismo de antes? Todo está preparado. Allá en mi casa todo está preparado. Saben qué debe hacerse en estos casos. Me impiden recordar. Me dicen que soy, ahora, nunca que fui. Nadie trata de explicar nada antes de que sea demasiado tarde. ¡Bah! ¿Cómo vaya entretenerme aquí? Sí, ya veo que lo han dispuesto todo para hacer creer que todas las noches vengo a esta recámara y duermo aquí. Veo ese closet entreabierto y veo el perfil de unos sacos que nunca he usado, de unas corbatas sin arrugas, de unos zapatos nuevos. Veo un escritorio donde han amontonado libros que nadie ha leído, papeles que nadie ha firmado. y estos muebles elegantes y groseros: ¿Cuándo les arrancaron las sábanas polvosas? ¡Ah!… hay una ventana. Hay un mundo afuera. Hay este viento alto, de meseta, que agita unos árboles negros y delgados. Hay que respirar…
       —Abran la ventana…
       —No, no. Puedes resfriarte y complicarlo todo.
       —Teresa, tu padre no te escucha…
       —Se hace. Cierra los ojos y se hace.
       —Cállate.
       —Cállate.
       Se van a callar. Se van a alejar de la cabecera. Mantengo los ojos cerrados. Recuerdo que salí a comer con Padilla, aquella tarde. Eso ya lo recordé. Les gané a su propio juego. Todo esto huele mal, pero está tibio. Mi cuerpo engendra tibieza. Calor para las sábanas. Les gané a muchos. Les gané a todos. Sí, la sangre fluye bien por mis venas; pronto me recuperaré. Sí. Fluye tibia. Da calor aún. Los perdono. No me han herido. Está bien, hablen, digan. No me importa. Los perdono. Qué tibio. Pronto estaré bien. ¡Ah!
       Tú te sentirás satisfecho de imponerte a ellos; confiésalo: te impusiste para que te admitieran como su par: pocas veces te has sentido más feliz, porque desde que empezaste a ser lo que eres, desde que aprendiste a apreciar el tacto de las buenas telas, el gusto de los buenos licores, el olfato de las buenas lociones, todo eso que en los últimos años ha sido tu placer aislado y único, desde entonces clavaste la mirada allá arriba, en el Norte, y desde entonces has vivido con la nostalgia del error geográfico que no te permitió ser en todo parte de ellos: admiras su eficacia, sus comodidades, su higiene, su poder, su voluntad y miras a tu alrededor y te parecen intolerables la incompetencia, la miseria, la suciedad, la abulia, la desnudez de este pobre país que nada tiene; y más te duele saber que por más que lo intentes, no puedes ser como ellos, puedes sólo ser una calca, una aproximación, porque después de todo, di: ¿tu visión de las cosas, en tus peores o en tus mejores momentos, ha sido tan simplista como la de ellos? Nunca. Nunca has podido pensar en blanco y negro, en buenos y malos, en Dios y Diablo: admite que siempre, aun cuando parecía lo contrario, has encontrado en lo negro el germen, el reflejo de su opuesto: tu propia crueldad, cuando has sido cruel, ¿no estaba teñida de cierta ternura? Sabes que todo extremo contiene su propia oposición: la crueldad la ternura, la cobardía el valor, la vida la muerte: de alguna manera —casi inconscientemente, por ser quien eres, de donde eres y lo que has vivido— sabes esto y por eso nunca te podrás parecer a ellos, que no lo saben. ¿Te molesta? Sí, no es cómodo, es molesto, es mucho más cómodo decir: aquí está el bien y aquí está el mal. El mal. Tú nunca podrás designarlo. Acaso porque, más desamparados, no queremos que se pierda esa zona intermedia, ambigua, entre la luz y la sombra: esa zona donde podemos encontrar el perdón. Donde tú lo podrás encontrar. ¿Quién no será capaz, en un solo momento de su vida —como tú— de encarnar al mismo tiempo el bien y el mal, de dejarse conducir al mismo tiempo por dos hilos misteriosos, de color distinto, que parten del mismo ovillo para que después el hilo blanco ascienda y el negro descienda y, a pesar de todo, los dos vuelvan a encontrarse entre tus mismos dedos? No querrás pensar en todo eso. Tú detestarás a yo por recordártelo. Tú quisieras ser como ellos y ahora, de viejo, casi lo logras. Pero casi. Sólo casi. Tú mismo impedirás el olvido; tu valor será gemelo de tu cobardía, tu odio habrá nacido de tu amor, toda tu vida habrá contenido y prometido tu muerte: que no habrás sido bueno ni malo, generoso ni egoísta, entero ni traidor. Dejarás que los demás afirmen tus cualidades y tus defectos; pero tú mismo, ¿cómo podrás negar que cada una de tus afirmaciones se negará, que cada una de tus negaciones se afirmará? Nadie se enterará, salvo tú, quizá. Que tu existencia será fabricada con todos los hilos del telar, como las vidas de todos los hombres. Que no te faltará, ni te sobrará, una sola oportunidad para hacer de tu vida lo que quieras que sea. Y si serás una cosa, y no la otra, será porque, a pesar de todo, tendrás que elegir. Tus elecciones no negarán el resto de tu posible vida, todo lo que dejarás atrás cada vez que elijas: sólo la adelgazarán, la adelgazarán al grado de que hoy tu elección y tu destino serán una misma cosa: la medalla ya no tendrá dos caras: tu deseo será idéntico a tu destino. ¿Morirás? No será la primera vez. Habrás vivido tanta vida muerta, tantos momentos de mera gesticulación. Cuando Catalina pegue el oído a la puerta que los separa y escuche tus movimientos; cuando tú, del otro lado de la puerta, te muevas sin saber que eres escuchado, sin saber que alguien vive pendiente de los ruidos y los silencios de tu vida detrás de la puerta, ¿quién vivirá en esa separación? Cuando ambos sepan que bastaría una palabra y sin embargo callen, ¿quién vivirá en ese silencio? No, eso no lo quisieras recordar. Quisieras recordar otra cosa: ese nombre, ese rostro que el paso de los años gastará. Pero sabrás que, si recuerdas eso, te salvarás, te salvarás demasiado fácilmente. Recordarás primero lo que te condena, y salvando allí, sabrás que lo otro, lo que creerás salvador, será tu verdadera condena: recordar lo que quieres. Recordarás a Catalina joven, cuando la conozcas, y la compararás con la mujer desvanecida de hoy. Recordarás y recordarás por qué. Encarnarás lo que ella, y todos, pensaron entonces. No lo sabrás. Tendrás que encarnarlo. Nunca escucharás las palabras de «los otros. Tendrás que vivirlas. Cerrarás los ojos: los cerrarás. No olerás ese incienso. No escucharás esos llantos. Recordarás otras cosas, otros días. Son días que llegarán de noche a tu noche de ojos cerrados y sólo podrás reconocerlos por la voz: jamás con la vista. Deberás darle crédito a la noche y aceptarla sin verla, creerla sin reconocerla, como si fuera el Dios de todos tus días: la noche. Ahora estarás pensando que bastará cerrar los ojos para tenerla. Sonreirás, pese al dolor que vuelve a insinuarse, y tratarás de estirar un poco las piernas. Alguien te tocará la mano, pero tú no responderás a esa ¿caricia, atención, angustia, cálculo? porque habrás creado la noche con tus ojos cerrados y desde el fondo de ese océano de tinta navegará hacia ti un bajel de piedra al que el sol del mediodía, caliente y soñoliento, alegrará en vano: murallas espesas y ennegrecidas, levantadas para defender a la Iglesia de los ataques de indios y, también, para unir la conquista religiosa a la conquista militar. Avanzará hacia tus ojos cerrados, con el rumor creciente de sus pífanos y tambores, la tropa ruda, isabelina, española y tú atravesarás bajo el sol la ancha explanada con la cruz de piedra en el centro y las capillas abiertas, la prolongación del culto indígena, teatral, al aire libre, en los ángulos. En lo alto de la iglesia levantada al fondo de la explanada, las bóvedas de tezontle reposarán sobre los olvidados alfanjes mudéjares, signo de una sangre más superpuesta a la de los conquistadores. Avanzarás hacia la portada del primer barroco, castellano todavía, pero rico ya en columnas de vides profusas y claves aquilinas: la portada de la Conquista, severa y jocunda, con un pie en el mundo viejo, muerto, y otro en el mundo nuevo que no empezaba aquí, sino del otro lado del mar también: el nuevo mundo llegó con ellos, con un frente de murallas austeras para proteger el corazón sensual, alegre, codicioso. Avanzarás y penetrarás en la nave del bajel, donde el exterior castellano habrá sido vencido por la plenitud, macabra y sonriente, de este cielo indio de santos, ángeles y dioses indios. Una sola nave, enorme, correrá hacia el altar de hojarasca dorada, sombría opulencia de rostros enmascarados, lúgubre y festivo rezo, siempre apremiado, de esta libertad, la Única concedida, de decorar un templo y llenarlo del sobresalto tranquilo, de la resignación esculpida, del horror al vacío, a los tiempos muertos, de quienes prolongaban la morosidad deliberada del trabajo libre, los instantes excepcionales de autonomía en el color y la forma, lejos de ese mundo exterior de látigos y herrojos y viruelas. Caminarás, a la conquista de tu nuevo mundo, por la nave sin un espacio limpio: cabezas de ángeles, vides derramadas, floraciones policromas, frutos redondos, rojos, capturados entre las enredaderas de oro, santos blancos empotrados, santos de mirada asombrada, santos de un cielo inventado por el indio a su imagen y semejanza: ángeles y santos con el rostro del sol y la luna, con la mano protectora de las cosechas, con el dedo índice de los canes guiadores, con los ojos crueles, innecesarios, ajenos, del ídolo, con el semblante riguroso de los ciclos. Los rostros de piedra detrás de las máscaras rosa, bondadosas, ingenuas, pero impasibles, muertas, máscaras: crea la noche, hincha de viento el velamen negro, cierra los ojos Artemio Cruz…

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